jueves, 29 de diciembre de 2011
Pescadería “Rayas y Centollas”
El doctor Locatelli entró por primera vez en la nueva pescadería de su barrio y le preguntó al dueño:
—Digame, ¿por qué su local se llama “Rayas y centollas”?
—Ya va a saber por qué —le contestó el pescadero con una sonrisa enigmática.
El doctor Locatelli tenía la costumbre de enloquecer a los comerciantes de la zona con preguntas insólitas y enseguida arremetió:
—Ya veo que tiene surubí pero, ¿tiene barajá?
—Podría conseguirle un bagre depilado con una escalerita. Usted lo pone adelante y le ordena ¡Surubí! ¡Barajá! Y el pescadito sube y baja.
Al doctor Locatelli no le gustó nada la respuesta pero continuó:
—¿Tiene langosta ancha?
—No, pero tengo anchoa angosta.
El doctor se puso ligeramente incómodo:
— Ah, caramba carambín, ¿Y tiene patí cantarín?
—Tengo uno tan fresco que canta cumbia, pero no es patí, es pa’ mí.
—¡Carambola carambolista, qué pescadero tan bromista! ¿Tiene mejillones colorados?
—Tengo mejillas rosadas. Una a cada lado de la cara.
—¿Y besugo solitario?
— ¡Jamás beso a Hugo, el solitario? Ni siquiera lo conozco.
—¡¿Y róbalo fermentado?!
—¿Cómo me pide que lo robe? ¡No lo robaría fresco, mucho menos lo voy a robar fermentado!
—¡Por mil demonios! ¿Tiene lenguado discreto?
—No, pero tengo varios deslenguados que hablan hasta por los codos.
El doctor Locatelli se puso de color púrpura, rojo como el corazón de un erizo. Era la primera vez que un comerciante lo estaba enloqueciendo a él.
—¡Rayos y centellas! ¿Con qué voy a hacer una paella?
—Tengo rayas y centollas para poner en la olla —dijo el pescadero sin perder la sonrisa—. ¿Ahora entiende por qué mi local se llama así?
—¡Usted es una rémora, una gallineta, una platija, una borriqueta, un pez clavo, un verdadero pargo!— gritó el doctor y salió, muy digno, de la pescadería en busca de otro comerciante más fácil de enloquecer.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar
Foto: Pescados, tomada de la página Salud y Nutrición Tips.com
lunes, 14 de noviembre de 2011
Secreto de confesión
Juan Nepomuceno escucha con paciencia las confesiones de la reina Sofía de Bavaria. Las escucha un día, y otro, y otro, hasta que el rey Wenceslao monta en cólera. ¿Qué oscuros secretos cortesanos caen en los oídos del fraile? ¿Qué vínculo lo une a la soberana?
Pero Juan se niega a revelar las confidencias. Por eso, y por razones políticas, el rey manda que le corten la lengua, entre otras cosas. Y mientras los soldados lo lanzan, malherido, al río Moldava, el confesor ni siquiera es capaz de recordar la infinita catarata de banalidades y naderías que la reina le ha confiado durante años en el estrecho recinto del confesionario.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Catedral de San Vito, en Praga, donde se encuentran los restos de San Juan Nepomuceno.
domingo, 13 de noviembre de 2011
Noriko
La recuerdo, quizás, porque ese invierno fue largo, frío y oscuro. O porque yo no tenía trabajo y vagabundeaba más a menudo por aquel barrio de residencia provisoria. O porque me intriga la cultura japonesa. O por alguna otra razón que todavía no entiendo.
Una mañana, la vidriera del local vacío del edificio de enfrente se cubrió de papeles blancos pegados con prolijidad. Otra mañana, apareció pintado sobre el vidrio: “Noriko peinados”. Así de sencillo.
Habrán sido unos quince días después, al atardecer, que me sorprendieron las luces encendidas de “Noriko peinados”. Una veintena de japoneses y japonesas conversaban con calma en lo que, evidentemente, era la inauguración. Un par de ikebanas y varias plantas con moños ponían notas de color en el local inmaculadamente blanco. Intenté suponer cuál de las presentes sería Noriko pero no lo supe ese día sino a la mañana siguiente, cuando la vi atender a tres señoras orientales.
Noriko era menuda y gordita, de cara redonda y cabello corto. No percibí ningún rasgo destacable en ella, excepto la energía y la felicidad que parecía proporcionarle su trabajo.
A la semana, de las tres señoras japonesas quedaba una sola. Y ninguna incorporación nueva de las vecinas del barrio, señoras bien occidentales.
Tal vez sea porque ese invierno fue largo, frío y oscuro, que no tengo una percepción clara del transcurso del tiempo. Pero un día vi a Noriko sentada, sola, en uno de los sillones del fondo del local. Y así la vi al día siguiente, y al otro.
Como me preocupaba la cuestión de mi falta de trabajo y andaba buscando mudarme, me distraje durante cierto tiempo. Cuando me fijé nuevamente en “Noriko peinados”, la vi tiñéndose el cabello de rojo.
Días después, se había agregado algunas extensiones. Y a la semana siguiente, esas extensiones estaban enruladas. Y luego se convirtieron en una pirámide de cucuruchos remontados sobre su cabeza. Que fueron creciendo en una proporción casi delirante con el paso del tiempo. Pero Noriko seguía firme al pie de su local vacío.
Una tarde la vi, hablando sola y convertida en una especie de Gorgona oriental. Y tres días más tarde, el local estaba cerrado y vacío.
Después, conseguí trabajo y me mudé. Pero por alguna razón que todavía no entiendo, han pasado casi veinte años y no consigo olvidarme de ella.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
miércoles, 9 de noviembre de 2011
La otra sirenita
Todo el mundo conoce la historia de la sirenita. La contó, hace muchos años, el escritor Hans Christian Andersen. Pero poca gente recuerda que aquella sirenita tenía una hermana llamada Sawa.
Sawa también sentía una inmensa curiosidad por conocer la tierra de los seres humanos. Cuando las dos llegaron a la edad en que se les permitía salir del mar, ascendieron a la superficie. Pero allí termina el parecido de sus historias.
Como todo el mundo sabe, la sirenita del cuento salvó a un príncipe de morir ahogado, se enamoró de él y trató de convertirse en una mujer como cualquier otra. El príncipe no le correspondió y la historia tuvo un final muy triste. Hay una bella estatua en la costa de Dinamarca que la recuerda para siempre.
Sawa, en cambio, eligió otro camino. Nadó y nadó a través de los fríos mares del Norte, deslumbrada por ese nuevo mundo, hasta encontrar la desembocadura del río que hoy se llama Vistula. Una vez allí, comenzó a remontarlo hasta que llegó a una pequeña aldea de pescadores.
Nada le resultaba más divertido que molestar a esos rudos navegantes y pasó semanas y meses enredándoles las redes, cortándoles los sedales y liberando a los peces. Cada vez que intentaban capturarla, ella cantaba una de sus maravillosas canciones de sirena y los pescadores quedaban embobados, como hechizados por su voz. Y Sawa lograba escaparse para seguir con sus juegos.
Pero sucedió que, un mercader de la región escuchó la historia y decidió atraparla. Alquiló un barco, se tapó los oídos con cera y ¡zas! cuando la sirenita salió a la superficie no pudo embrujarlo con su canto. La pobre Sawa terminó encerrada en una jaula de hierro.
El malvado mercader paseó a su cautiva en un carromato por todas las ferias de la comarca. Los aldeanos pagaban muchas monedas para ver a la asombrosa joven con cola de pez sumergida en un enorme estanque de vidrio, sentada sobre una piedra y atada con unas cadenas. De noche, cuando todos se habían ido, la sirenita mezclaba la sal de sus lágrimas con el agua de la gran pecera. Pero enseguida se restregaba los ojos y pensaba en cómo salir de su prisión, porque amaba la libertad más que nada en este mundo.
Cierto día, pasó frente a su prisión un joven pescador llamado War. Con sólo mirarla, su corazón se conmovió por la suerte de la bella sirena. Esa noche, regresó a la feria con dos compañeros, cortó las cadenas que la aprisionaban y la llevó hasta la orilla del río. Una vez allí, ella cantó su más hermosa canción marina para sus salvadores y volvió a las aguas que eran su hogar.
War quedó hechizado por el canto de la joven, pero supo que solamente podría amarlo si era libre. Y así fue. Sawa se quedó para siempre en las orillas del Vístula y ayudó al pescador y a sus amigos en la dura tarea que realizaban. Les hablaba de las corrientes del río, de los mejores cardúmenes de peces y de los cambios en el viento. Luego de cada jornada, se sentaba en una piedra de la costa y otra vez entonaba melodías del agua y de la tierra.
Dicen que, en nombre del pescador y la sirena, el lugar se llamó desde entonces War-Sawa, o Varsovia. En la plaza antigua de esa ciudad de Polonia hay una estatua que recuerda la historia de Sawa. La muestra con una espada y un escudo porque –cuentan- ella prometió que siempre se quedaría allí para defender al lugar y a sus habitantes.
Leyenda polaca.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Estatua de Sawa en Varsovia, Polonia.
martes, 8 de noviembre de 2011
La sirena del Tuira
—¡No vayas a bañarte a la isla del Tuira que hoy es Viernes Santo! —le habían dicho los amigos a Ramón, el joven pescador.
Ramón y sus amigos conocían la leyenda de la isla. Muchas veces, las abuelas les habían contado la historia del inmenso pez que entrara hacía añares por la desembocadura del río Tuira. Y de cómo llegó gente desde los poblados cercanos para rodearlo con sus canoas. Querían atraparlo para tener comida fresca y trenzaron grandes lazos de cuero. Con esos lazos lo ataron por la cola a un enorme árbol de la costa e intentaron cortarlo en pedazos. Pero el dolor enfureció al monstruoso animal, que empezó a dar saltos y coletazos tan fuertes que arrancó el árbol como si fuera una hoja de hierba.
Con el árbol todavía atado a la cola, el pez nadó hacia el mar, pero se atascó en el cauce del río y allí se quedó para siempre. Pasó el tiempo –decían las abuelas- y sobre su cuerpo creció el musgo. Más tarde se cubrió de plantas, arbustos y hasta arboledas frondosas. Parecía una isla y, desde entonces, todos la llamaron la isla del Encanto. Las aguas del río se arremolinaban a su alrededor y era peligroso nadar en ellas. Y, por alguna razón, la gente empezó a creer que era más peligroso en Viernes Santo.
—¡No vayas a bañarte a la isla del Tuira que hoy es Viernes Santo! —le habían dicho los amigos a Ramón, el joven pescador.
Pero los amigos no sabían que Ramón tenía una razón poderosa para ir allá. Alguien le había hablado de una hermosa mujer, mitad humana y mitad pez, que peinaba sus cabellos con un peine de oro en las costas de la isla. Desde ese momento, el joven sólo soñó con encontrarla. Por eso, a la mañana del viernes se arrojó a las aguas correntosas y nadó con todas sus fuerzas.
Cuando llegó a la isla, se aferró de unos arbustos y puso pie en tierra, completamente agotado. Durante un rato se quedó tendido, tratando de descansar mientras miraba a su alrededor. Pero, cuando intentó incorporarse, las piernas no le respondieron. Algo muy extraño le sucedía. Un sueño pesado comenzó a invadirlo y, mientras se le cerraban los ojos, creyó ver que sus piernas se unían y se cubrían de escamas, hasta parecerse a la cola de un pez. Después se durmió y se hundió en un sueño acuático, lleno de algas y burbujas, entre las que nadaba una hermosísima sirena.
—¡No vayas a bañarte a la isla del Tuira que hoy es Viernes Santo! —le habían dicho los amigos a Ramón, el joven pescador.
Pero Ramón no les hizo caso y jamás regresó. Y, desde entonces, las abuelas cuentan que en algunos días de Cuaresma, y especialmente en Semana Santa, los que navegan cerca de la isla escuchan unas voces misteriosas. Dicen que son las del joven-pez y la mujer-sirena, enamorados para siempre. Pero, claro, nadie se anima a asegurarlo.
Leyenda panameña.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
jueves, 27 de octubre de 2011
El tigre del espejo (2ª parte)
Este relato es la segunda parte del cuento “El tigre del espejo”, publicado aquí.
Habían pasado siglos desde que el cruel Emperador Amarillo encerrara al tigre blanco y a la gente que vivía del otro lado del espejo. La antiquísima leyenda que contaba estos hechos, hablaba de la ambición del soberano por poseer al hermoso tigre, de la guerra que se desató a raíz de eso y de la manera en que los confinó y los condenó a repetir para siempre nuestros gestos desde los espejos de pared, desde los espejos de mano y hasta desde los pequeñísimos fragmentos de un espejo roto.
Las abuelas les narraban la leyenda a sus nietos y los maestros a sus alumnos, pero nadie creía que fuera más que una manera entretenida de explicar por qué los espejos repetían rostros, gestos y morisquetas. Sólo de vez en cuando, algún niño, luego de lavarse la cara y mirando su imagen se preguntaba si la historia no sería cierta. Pero inmediatamente olvidaba la idea y salía a jugar.
También se habían sucedido, una tras otra, generaciones de Emperadores Amarillos. Algunos crueles, otros autoritarios y otros simplemente indiferentes a la suerte de sus súbditos. Un dato curioso es que la vestimenta imperial había ido cambiando de color. Del amarillo oro a un amarillo claro. Y de allí a un blanco amarillento y a un blanco con una pizca de dorado. Pero los cambios habían sido tan imperceptibles que todo el mundo seguía pensando que era gobernado por un Emperador Amarillo.
Finalmente, a la muerte del Emperador Amarillo Chen, lo sucedió su hijo Huang, con gran preocupación del Primer Ministro y los Consejeros. Huang era un joven pálido y soñador, más aficionado a las historias de los antiguos maestros que a las cuestiones de Estado. Prefería buscar figuras misteriosas en las nubes del atardecer, interpretar los sonidos del agua de la gran fuente del palacio y adivinar la trayectoria de las hojas que caían en otoño.
Sin embargo, la ceremonia de asunción se celebró con todos los rituales del caso. No faltaron decenas de ruiseñores que cantaban encerrados en pequeñas jaulas de plata ni centenares de peces carpa, rojos y blancos, nadando en la fuente, ni miles de flores de loto con pequeñísimas velas encendidas que los sirvientes echaron a flotar en el río hasta convertirlo en una corriente de fuego y nieve.
En el momento culminante, y mientras Huang aguardaba sentado en el trono imperial, el Primer Ministro, seguido por los Consejeros, se acercó llevando la capa y la cuádruple corona de seda finísima. Mientras lo revestían con los atributos de su cargo, el joven notó con sorpresa que eran más blancos que la nieve de la cima las montañas más lejanas. Es más, eran de un cegador tinte plateado como los espejos cuando los ilumina el sol. Pero nadie más pareció advertirlo y todos juraron lealtad al Emperador Amarillo.
A poco de iniciado su mandato, los dignatarios empezaron a murmurar. Que el Emperador no era suficientemente duro con los impuestos. Que descuidaba las guerras de expansión. Que no distribuía la riqueza de la manera acostumbrada. Sólo hizo falta una discreta insinuación del Primer Ministro para que los Consejeros empezaran a imaginar las maneras más sutiles de librarse de él.
Aunque parecía algo ausente y mantenía su aire soñador, Huang había visto y escuchado todo esto en las formas de las nubes y en los murmullos del viento. Pero estaba solo entre la multitud de servidores y funcionarios. Necesitaba encontrar el modo de salvar su vida y recurrió a lo que más conocía: las historias de los antiguos maestros. Mientras buscaba la respuesta, evitó como pudo las posibles trampas. Dormía de a ratos, con un sueño muy ligero, bebía el agua que la lluvia dejaba en el alféizar de su ventana y se alimentaba frugalmente con la comida destinada a los pájaros, conejos y otros animales del jardín del palacio, a espaldas de sus servidores.
Claro que no podía soportar demasiado tiempo esa vida y se dedicó con desesperación a leer historias en decenas de manuscritos bellamente dibujados que se hacía traer de la biblioteca. Así pasó tardes y noches enteras, en el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones imperiales. Pero se sentía cada vez más débil y cansado.
Una madrugada, el sueño lo hizo cabecear y, al incorporarse bruscamente, derribó una pila de papeles que estaban sobre la mesa. Inmediatamente después, escuchó un ruido de vidrios rotos. Al caer, los papeles habían arrojado al suelo un espejito de nácar y carey. Huang supo que eso era una respuesta y recordó la antigua leyenda del tigre y de la gente encerrada en los espejos por el Emperador Amarillo. Pero, ¿en qué podía ayudarlo esa historia? Decía que el cruel Emperador había confinado a sus enemigos del otro lado bañándolos en azogue, la sustancia plateada que transforma un vulgar vidrio en esa magia que repite las imágenes. El sol, que ya se levantaba, lo encontró de pie frente al gran espejo que colgaba de la pared de su recámara, contemplando la figura de un joven agotado, pálido como la nieve y vestido con una blanquísima túnica imperial. Entonces, con la claridad del relámpago, comprendió todo. Por alguna razón misteriosa, él pertenecía a ese otro mundo, que no era un simple cuento para entretener a los niños. Había llegado la hora de romper el hechizo. Con absoluta certeza, arrojó un taburete de ébano contra el espejo y, a medida que los fragmentos de vidrio caían al suelo, vio cómo se desplegaba ante sus ojos un mundo plateado y abismal. Vio murallas que rodeaban una inmensa plaza iluminada por la luna. Allí, cientos de hombres y mujeres tan pálidos como él aclamaban a su Emperador. Al frente de ellos, temible y majestuoso, estaba el tigre del espejo que, de un salto gigantesco, lo atravesó.
***
Huang, ahora soberano de los dos mundos, empleó toda su sabiduría para que sus habitantes aprendieran a convivir sin entablar otra guerra. Al principio hubo desconfianza, recelo, miedo. El Primer Ministro y los Consejeros huyeron aterrorizados más allá de los confines del imperio. También se fueron quienes no podían soportar que los espejos ya nos les devolvieran la copia fiel de sus gestos y morisquetas. Quienes se quedaron, tuvieron una larga vida de justicia y paz. Y no les importó la desaparición de los espejos porque ya conocían sus verdaderos rostros.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
martes, 25 de octubre de 2011
Los piratas Blanco y Negro
Hace muchísimos años, el pirata Negro navegaba por los mares. Su bandera era negra, su barco era negro, sus velas eran negras. Su sombrero y sus botas también eran negros. El pirata Negro solamente pirateaba y robaba barcos que llevaran cosas de color negro. Carbón negro, perlas negras, muebles hechos de ébano (que es una madera negra), pimienta negra y cualquier otra cosa que fuera tan negrísima como su nombre.
El pirata siempre atacaba en las noches sin luna que, como todo el mundo sabe, son las más negras. Pero una mañana lo despertó el grito de un marinero.
—¡Capitán Negro, barco a la vista!
El pirata se puso unos anteojos negros y salió del camarote (que es como se llaman los dormitorios de los barcos). Tomó su largavistas y vio ¡oh, sorpresa! un barco blanquísimo en el horizonte.
—Debe ser el barco del pirata Blanco —le dijo el marinero.
Y así era. Al contrario del pirata Negro, el pirata Blanco tenía una bandera blanca y un barco blanco con velas blancas. Su sombrero y sus botas eran blancas y solamente pirateaba y robaba barcos que llevaran cosas de color blanco. Azúcar blanca, harina blanca, perlas blancas, pimienta blanca y cualquier otra cosa que fuera tan blanquísima como su nombre. Además, el pirata Blanco siempre atacaba al amanecer que, como todo el mundo sabe, es la hora más blanca.
Lo cierto es que los dos piratas, el Negro y el Blanco, se encontraron en medio del mar. Como ninguno quería robarle nada al otro, decidieron tomar un café (negro) cortado con leche (blanca). Mientras tomaban café con leche, el pirata Negro dijo:
—Estoy harto de piratear cosas negras.
—Yo también estoy cansado de robar cosas blancas —respondió el pirata Blanco.
Y, por esas casualidades que solamente pasan en las historias de piratas, el marinero gritó:
—¡Capitanes Negro y Blanco, barco a la vista!
Los dos piratas se pelearon por tomar el largavistas y vieron, con mucha sorpresa, que se acercaba otro barco. Su bandera era verde, roja, amarilla y azul. Los costados del barco estaban pintados de violeta y naranja. En la proa (que es la parte de delante de los barcos) estaba el pirata Arcoiris con su sombrero verde y sus botas rojas.
—Muy buenos días, mis amigos —dijo el capitán Arcoiris cuando desembarcó en la nave donde estaban sus compañeros piratas—. ¡Hermoso día! El mar está verde como las hojas de primavera y el sol brilla como una naranja madura.
—¿Qué verde? —dijo el pirata Negro.
—¿Qué naranja? —dijo el pirata Blanco.
—¿No pueden ver los colores? —se asombró el pirata Arcoiris—. La vida no es en blanco y negro. Miren el verde del mar, el naranja del sol, el azul del cielo, el rojo de mi planta de malvón.
—Yo solamente veo el color negro —dijo el pirata Negro.
—Yo solamente veo el color blanco —dijo el pirata Blanco.
—Creo que tengo la solución para sus problemas —dijo el pirata Arcoiris. Y sacó del fondo de su bolsillo dos pares de anteojos muy especiales que había fabricado un experto sabio chino—. Usenlos y verán colores que ni se imaginan.
Cuando el pirata Negro se puso uno de los anteojos gritó:
—¡Me encanta ese sol naranja! Quiero piratearlo y llevármelo a mi barco.
Cuando el pirata Blanco se puso el otro par de anteojos gritó:
—¡Me encanta ese mar verde! Quiero robármelo.
Mientras tanto, el pirata Arcoiris se reía.
—El sol es de todos y nadie puede robarlo. El mar es demasiado grande para piratearlo.
—¿Y te puedo piratear esta planta tan roja y bonita? —preguntó el pirata Negro señalando el malvón.
—No hace falta —contestó el pirata Arcoiris—. Yo te doy un gajo para que lo plantes y tendrás todos los malvones que quieras.
Además del blanco y del negro, gracias a sus nuevos anteojos, los feroces piratas aprendieron a descubrir todos los colores. El pirata Negro se dedicó a cultivar malvones y el pirata Blanco navegó muchos años mirando el verde del mar y el azul del cielo. Y, desde entonces, todos llevaron la misma bandera multicolor.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
sábado, 22 de octubre de 2011
El dragón de Cracovia
Cuentan los habitantes de Cracovia que, en tiempos muy antiguos, un feroz dragón vivía en las entrañas de la colina Wawel, a orillas del río Vístula. De noche, los aterrados campesinos se desvelaban con los rugidos que salían de su cueva. Y de día se turnaban en los campos para vigilar sus apariciones.
Pero todas las precauciones eran inútiles. De pronto, alguien escuchaba un aletear frenético y sentía el calor maloliente de un chorro de fuego. Y adiós ovejas, adiós vacas lecheras. O, lo que es muchísimo peor, un miembro de la familia desaparecía para siempre triturado por las fauces del depredador.
El rey Krak había enviado a sus mejores caballeros para matarlo pero ninguno lo había conseguido. Las espadas se doblaban como hojas de hierba antes de atravesar sus escamas. Las armaduras se deshacían como papel bajo sus dientes. Ni las lanzas ni las flechas, ni las teas encendidas ni las mazas de hierro le hacían el menor daño.
Desesperado, el soberano decidió ofrecer la mano de su hija a aquel que liberara al reino de la terrible amenaza. Pero ningún noble, comerciante, artesano o campesino se animó a aceptar la propuesta. O, mejor dicho, ninguno menos uno.
Skuba Dratewka era un humilde aprendiz de zapatero que todos los días se ocupaba de las tareas más modestas en el taller de su patrón. Remojaba cueros, enderezaba clavos y hablaba muy poco pero tenía dos buenas cualidades: coraje e imaginación. Sin decirle nada a nadie, consiguió un cuero de oveja y una buena cantidad de azufre. Con paciencia, rellenó el cuero con el azufre y lo cosió de tal manera que parecía realmente un animal en pie. Después, escondió la supuesta oveja al costado de un campo donde pacían muchas vacas. Skuba pensó que el dragón se tentaría y no se equivocó.
Una mañana, el pueblo volvió a temblar con los rugidos y los aleteos que conocían tan bien. El pequeño aprendiz soltó el martillo y los clavos, y voló como el viento hasta el campo donde el dragón se posaba como una nube negra. Ante la mirada de los espantados campesinos, sacó la oveja de su escondite y la arrojó a la boca del monstruo, que la atrapó en el aire y se la tragó en un instante.
Entonces -cuentan los habitantes de Cracovia- el azufre surtió efecto y le dio al dragón una sed tan espantosa que se arrojó al río Vístula. Allí tomó agua, agua y más agua. Tanta agua tomó que, al final, estalló en mil pedazos. Y así, Skuba Dratewka libró a la ciudad de su pesadilla.
Cuentan también que el rey Krak cumplió su promesa y casó a su hija con el aprendiz de zapatero que, a la muerte del soberano, gobernó con coraje e imaginación los destinos del pueblo.
Leyenda polaca.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Estatua del dragón de Cracovia, Polonia, tomada de la página Polish your Polish
viernes, 21 de octubre de 2011
La adivina de Praga
En su minúscula casita del Callejón del Oro, en Praga, la vidente Madame de Thébes consulta a su lechuza. Ella le dice que Hitler será derrotado.
La adivina sale corriendo a contarles la buena nueva a sus vecinos y por eso no escucha las últimas palabras del ave:
—Y por difundir esta noticia, la Gestapo te asesinará.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Frente de la casita de Madame de Thébes en el Callejón del Oro, Praga.
martes, 27 de septiembre de 2011
Enfermero de río
Tengo una sed desesperante. El enfermero rubio me ofrece un minúsculo pedacito de hielo para chupar. Cierro los ojos y veo que del techo de la terapia intensiva cae una catarata de agua dulce con sábalos, surubíes, patíes, bogas y mojarritas. Abro los ojos. El pedacito de hielo ha desaparecido y el enfermero rubio me sonríe. Apenas entreveo unas branquias sospechosas en su cuello, cuando se va.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
lunes, 26 de septiembre de 2011
Colombina y el “Demonio del Mar”
Hace mucho tiempo, Colombina vivía en una isla de piratas. Su papá había sido un famoso marinero que le enseñó todos los secretos del mar. Pero, un día, su papá se fue a navegar por los mares y no volvió. Desde entonces, Colombina trabajaba con su mamá en una tienda de ropa y todos los días veía pasar a los piratas frente a la tienda.
—Hola, nena —saludaba el pirata Ojochueco —. ¿Querés dar una vuelta en barco?
—No, gracias, Ojochueco, cuando mi papá vuelva me va a llevar a dar una vuelta en su barco —contestaba Colombina.
—Hola, Colombinita —saludaba el pirata Patanegra —. ¿Querés que te enseñe cómo se maneja el timón de un barco?
—No, gracias, Patanegra, mi papá ya me enseñó a manejar el timón —contestaba Colombina.
Pero, un día, Colombina se cansó de que los piratas la trataran como a una nena. Y pensó, pensó y pensó cómo convertirse ella misma en una pirata. Los piratas iban y venían por los mares, decían malas palabras e iban a las tabernas (que son los bares de los piratas) sin que nadie les dijera nada. Mientras tanto, ella estaba siempre metida en la tienda de ropa, sin asomar la nariz a la calle. Fue entonces cuando inventó su fabuloso plan…
Parece increíble, pero Colombina alquiló un bote grande en el puerto, con los ahorros que había juntado. Poco a poco, le fabricó unas velas con los retazos de género que sobraban de la tienda de su mamá y les pintó una enorme lengua roja. Después, fabricó unos piratas de mentira, con sombrero y todo. Después, inventó unas armas secretas con las recetas que le había enseñado su papá. Y cuando tuvo todo listo, se lanzó al mar.
Y le puso un nombre a su bote: “El Demonio del Mar”.
Desde entonces, “El Demonio del Mar” se convirtió en el terror de los mares del Caribe. Aparecía en los momentos menos pensados, cuando los piratas estaban descansando de sus piraterías, y los amenazaba con su espantosa vela iluminada con una lengua roja. Les arrojaba unos cuantos cohetes y después desaparecía.
—Este “Demonio del Mar” es algo serio —decía Ojochueco en la taberna del puerto—. Se nos apareció con muchos piratas hace una semana y nos tiró un montón de cañonazos de fuego.
—También me crucé con el “Demonio del Mar” y nos apuntó con la lengua roja de su vela —agregaba Patanegra—. Vimos un montón de luces malas en el horizonte y decidimos volver al puerto.
Mientras tanto, Colombina seguía trabajando en la tienda de su mamá y, por las noches, inventaba nuevos trucos para que el “Demonio del Mar” fuera el barco más temible del Caribe. Con lo que le había enseñado su papá, inventó un espejo que iluminaba el mar con la luz de varias velas. También inventó unos fuegos artificiales que parecían bombas destructoras y fabricó muchos más piratas de tela para poner en las bordas (que son los costados de los barcos).
Todo iba bien para el “Demonio del Mar” hasta que los piratas se juntaron en la taberna del puerto.
—¡Tenemos que atacar ese barco! —dijo Patanegra.
—¡No puede ser que nos asuste tanto! — dijo Ojochueco.
—¡¡¡Tenemos que destruir al “Demonio del Mar”!!!! —gritaron todos los piratas. Y acto seguido, tramaron un plan.
Sin saber lo que pasaba, Colombina salió esa noche con su barco a navegar por el Caribe. Levantó la vela mayor y preparó sus nuevos trucos para asustar a los piratas. Pero la esperaba una sorpresa. A la salida del puerto, todos los barcos piratas la estaban esperando. Patanegra, Ojochueco, Barlovento y los más feroces bucaneros rodeaban la salida. Los cañones estaban preparados, los piratas esperaban con sus sables y sus machetes listos para atacarla.
Cuando Colombina vio a todos esos barcos rodeándola, decidió seguir adelante. Levantó su vela pintada con la lengua roja y lanzó todos sus fuegos artificiales hacia el cielo. Después, caminó hacia la proa (que es la parte de delante de los barcos), y se paró allí.
—¿Es Colombina la que está en la proa del “Demonio del Mar”? —preguntó Patanegra cuando miró por el largavistas.
—¡Es Colombina! ¡Y es la hija del mejor marinero que conocí! —respondió Ojochueco—. No podemos atacarla… debe ser una pirata muy valiente para hacernos frente.
Se fue corriendo la voz de que Colombina era la capitana del “Demonio del Mar” y todos los barcos piratas retrocedieron y le abrieron paso. Entonces, Colombina navegó orgullosa mientras los más feroces bucaneros del Caribe la saludaban con mucho respeto. Era Colombina, la hija del marinero, y la pirata más conocida del Caribe, aunque no hubiera destruido ni un solo barco. Y allí estaba, parada en la proa de su bote, el famoso “Demonio del Mar”.
Desde entonces, Colombina siguió ayudando a su mamá en la tienda pero, por las noches, conversa con todos los piratas de la isla que vienen a consultarla para aprender nuevos trucos y siempre, siempre le preguntan si tiene noticias de su papá.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Réplica de barco pirata - Guayaquil, Ecuador.
domingo, 25 de septiembre de 2011
El mono Sun
Hace más años de los que nadie puede contar, en el lejanísimo Imperio de la seda y de la pólvora, nació un mono muy especial. Lo llamaron Sun Houzi. La gente de su pueblo decía que había nacido de un huevo de piedra y que su madre había sido una roca tan antigua como el tiempo. Y aunque nadie estaba muy seguro de que esta historia fuera cierta, lo trataron con respeto desde muy chiquito.
El pequeño Sun vivía en una granja cercana a la Ciudad Secreta, que era el corazón del Imperio, y pasó su infancia haciendo todas las monadas, monerías y monigotadas que se le ocurrieron. Desde esconderle la gorra en un pote de miel a su amable cuidador Huan Zu hasta llenar de piedritas los engranajes del molino de arroz, que se atascó haciendo un ruido espantoso.
Pero, cierto día, el pequeño Sun se dio cuenta de que podía hacer algo más que monadas, monerías y monigotadas. Esto sucedió por casualidad, cuando intentaba entrar a robar nueces de la despensa de la granja por una ventana muy chiquita. Después de meter el brazo cuan largo era, de atascarse la cabeza en los barrotes y de estirar las patas dentro de la despensa sin llegar a su objetivo, se enojó y tomó un palo para golpear la ventana. En ese momento, pensó:
—Ojalá fuera del tamaño de un ratón.
E, instantáneamente, se convirtió en un monito mínimo, tan chico como el ratón más pequeño. Un rato después, y mientras intentaba romper con el palo las nueces robadas, Sun volvió a pensar:
-—Ojalá fuera tan grande y fuerte como Huan Zu para abrir estas nueces de un solo golpe.
E, instantáneamente, se convirtió en un mono grande, del tamaño de su cuidador. Y mientras rompía y comía una montaña de nueces, pensó otra vez:
-—Aquí hay algo raro. ¿Será que este palo hace lo que yo le pido?
Y, efectivamente, así era. Sun se pasó el resto de la tarde pidiendo ser tan chico como una hormiga, una mosca o un grano de arroz, y tan grande como un buey, una choza o la carreta de Huan Zu. El palo respondió puntualmente a todos sus deseos hasta de Sun se cansó del juego y se quedó dormido.
Pasaron algunos años y Sun creció haciendo nuevos descubrimientos. No solamente podía usar su palo mágico para agrandarse y achicarse, sino que también podía hacer que las nubes arrojaran lluvia sobre la granja para tener un enorme barrial donde remojarse y ensuciarse a gusto. O también podía hacer que las frutas jugosas cayeran de los árboles a su paso para empacharse. Y lo peor es que también podía curarse el empacho con sólo desearlo.
Las habilidades de Sun llegaron a oídos del Emperador Jade, soberano del Imperio, que inmediatamente pidió que lo llevaran a su presencia y ordenó que lo nombraran Rey de los Monos y Cuidador de los Establos Celestiales.
Pero muy pronto, Sun descubrió que esos trabajos lo aburrían soberanamente. El Emperador le parecía un mequetrefe tonto y soberbio, y las ceremonias del palacio le resultaban insoportables.
—Yo soy mucho más que estos cortesanos ridículos —se dijo un día—. Puedo hacer mucho más, y lo haré porque mi magia es más fuerte. Soy un sabio más grande que el mismo cielo.
Cuando el Emperador se enteró de estos dichos, intentó conformar a Sun nombrándolo Guardián de los Duraznos de la Inmortalidad, que era un cargo delicadísimo y reservado a muy pocos miembros de la corte imperial. Sin embargo, lo primero que hizo Sun cuando entró en el Jardín de los Duraznos de la Inmortalidad, fue darse una panzada de fruta tan grande que dejó pelado el Jardín.
Ahí se acabó la paciencia del Emperador y lo mandó arrestar. Y así, el mono Sun fue a parar a una de las celdas más oscuras, húmedas y subterráneas del palacio. Allí, privado de su palo mágico, descubrió que tampoco conservaba todas sus otras artes. Por más que se esforzara, no podía convocar nubes ni hacer que su celda se llenara de frutas jugosas.
Entonces, el mono Sun se puso triste, golpeó las paredes de piedra de su celda, pataleó su cama de paja, reclamó en vano su palo de los milagros, tiró al piso toda la comida que le llevaron y apenas bebió el agua que le acercaban sus carceleros.
Cuando ya estaba a punto de morirse de hambre, una tenue luz alumbró su celda.
—Te sacaré de aquí, amigo Sun —dijo una voz misteriosa.
—¿Y qué tengo que hacer? —preguntó Sun con un hilo de voz.
—Tendrás que hacer muchas cosas que todavía no puedo contarte —volvió a decir la voz—. Y deberás encontrar el camino para ser el mono que realmente eres.
—De acuerdo —dijo el mono—. Pero, ¿quién me habla?
—Soy el que soy.
Acompañando las palabras de la voz misteriosa, Sun olió un delicado perfume y entrevió una luz que pronto se apagó. El mono se pasó el resto de la noche pensando en lo que significaba ser el mono que realmente era. Por supuesto que no era un mono común, ni un mandril, ni un mono araña, ni un babuino, ni un macaco, ni un mono tití. Tampoco era un súper mago ni el dueño del mundo, ni el mono preferido del Emperador, puesto que estaba encerrado en esa celda.
Cuando las primeras luces de la mañana entraron por entre los barrotes de la ventana, Sun entendió y dijo:
—Yo también soy el que soy. Ni más, ni menos.
Repentinamente, las paredes de la celda se disolvieron y Sun se encontró cara a cara con la voz, que tenía el aspecto de una persona amable y sonriente que le dijo:
—Finalmente resolviste el enigma.
Desde entonces, el mono Sun cumplió con su promesa y realizó muchas hazañas, no para complacer a nadie sino para seguir siendo quien era. Y cuenta la leyenda que voló hasta el extremo del universo y que siguió a la voz que lo había liberado durante catorce años, viviendo fantásticas aventuras.
Leyenda china.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Máscara del mono Sun en las representaciones de la Opera de Beijing, tomada de la página China Chuanhua
sábado, 24 de septiembre de 2011
Noche de brujas
Los aquelarres suceden en sitios imprevisibles y, esa noche, la cita fue en una sala de terapia intensiva. Como casualmente yo estaba allí, internada en gravísimo estado, tuve la suerte y el privilegio de participar. Mis amigos se admiran cuando les cuento la experiencia del vuelo, pero no me creen.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
viernes, 23 de septiembre de 2011
Palabras de hilo
La anciana Wattawai se despertó esa mañana, mecida por un suave tironeo de la hamaca en que dormía. La que intentaba despertarla era su nieta Mayeesei.
Fiel a la costumbre wayúu de contarle los sueños a alguien inmediatamente después de abrir los ojos, Mayeseei había tirado muy despacio de los flecos que colgaban a los lados del chinchorro -la colorida hamaca en que descansaba su abuela- con la esperanza de sacarla sin violencia de su descanso.
Mayeesei no podía hablar –precisamente, su nombre significaba “sin lengua”- pero por medio de señas le indicó que había soñado que se le caía una muela. Luego, hizo un gesto de preocupación.
Wattawai sonrió bostezando y tranquilizó a la jovencita.
— No se preocupe, m’hijita, que yo tengo vida para rato. Por algo mi nombre quiere decir “vida larga”. Que sueñe que se le cae una muela no siempre quiere decir que su abuela se va a ir de este mundo. ¿Está segura de que no le duele una muela? A lo mejor se le malogró y de ese dolor viene el sueño.
Mayeesei hizo un gesto con la cabeza que indicaba que era posible. Cuando su nieta se alejó para comenzar los trabajos de la mañana, Wattawai se quedó un momento trenzando pensativa su larga cabellera blanca. Ella también había soñado esa noche. Un sueño raro que no conseguía descifrar. Pero Maseeyei era demasiado joven como para contárselo. Imágenes como ésas necesitaban que las interpretara alguien con mucha experiencia y, por ahora, la abuela era la más experta del pueblo. Todo el mundo acudía a ella para decirle, por ejemplo, que había soñado con culebras verdes o con una bandada de pericos. Eran cosas sencillas de adivinar: buenas cosechas, muchos hijos.
No. El sueño de Wattawai había ocurrido poco antes de que su nieta la despertara, lo que indicaba que el suceso estaba próximo. ¿Pero cuál era? No había sido una pesadilla de ésas con vacas babeantes, que anuncian las enfermedades del pecho. Ni con mordeduras de perros, que previenen un ataque de pueblos vecinos. Más bien había sido un sueño extraño pero tranquilo.
En él, la abuela estaba sentada en su habitual silla de hilar y tenía a sus pies un elevado montículo de hilos de algodón. Los resplandecientes colores se entremezclaban, rojos, amarillos, verdes, azules, negros, en una intrincada y revuelta trama. Wattawai se inclinó hacia ellos, vagamente molesta por el trabajo que le daría desenmarañarlos. Tomó un montón de fibras anudadas y vio, con sorpresa, que en el centro de ellas había una araña color esmeralda con largas patas verdes que la miraba con sus ojillos brillantes. Sobresaltada, la abuela intuyó que estaba ante Waleker, la mítica araña que les había enseñado a tejer a las mujeres de su pueblo. Poco a poco, la cabeza del insecto se fue desdibujando hasta adquirir los rasgos de su nieta, Mayeesei. Y, de pronto, de su boca comenzaron a salir hilos de algodón que inmediatamente se combinaron en asombrosos dibujos cambiantes como el sueño. Aunque no podía verlos con claridad, la abuela intuyó que contaban historias del pueblo wayúu, de su pasado y de su porvenir. De esa visión extraordinaria la había sacado el suave sacudón de la hamaca esa mañana.
Mientras frotaba con arena una olla tiznada, Wattawai repasó cuidadosamente el sueño y llegó a una conclusión. Sabía que, durante el descanso nocturno, voces de otros mundos les hablaban a los humanos. Todos soñaban pero no todos sabían interpretar sus significados. En este caso, la transformación de Waleker, la mujer araña, le decía algo acerca de su nieta muda. Y, de pronto, la anciana comprendió.
Buscó a Mayeesei en la pequeña huerta donde cuidaba las yucas, los frijoles y el maíz y la llamó para que se sentara a su lado.
— Estuve pensando en lo que me dijo esta mañana y ahora yo quiero contarle el sueño que tuve.
Así lo hizo, con pelos y señales ante la mirada un poco sorprendida de su nieta que, al final del relato, hizo con la cabeza un gesto de interrogación.
— Creo, m’hijita, que Waleker me dijo que usted tiene que hablar a través del tejido porque tiene un gran poder para entender los sueños. Por eso, le voy a enseñar todo lo que sé sobre el arte de la aguja, el algodón y los tintes. Con los dibujos que haga, va a poder decirles a los demás lo que significan sus sueños, tan bien o mejor que si hablara.
Esa misma tarde, Mayeesei empezó a practicar con el ganchillo y varios ovillos de colores bajo la dirección de su abuela. Unas horas después, ya tenía una minúscula pieza de tela en la que se veían, torpemente dibujadas, una mujer grande y otra más pequeña. La mujer grande le daba a la pequeña un objeto verde cuya forma no se alcanzaba a distinguir.
Cuando la abuela lo vio, asintió, sonrió y pensó para sus adentros: “A lo mejor no me tengo que morir hoy, como dice el sueño de la niña con su muela. Tal vez tengo que enseñarle todo lo que sé. Porque en ella vive un espíritu más sabio, que pronto tomará mi lugar para ayudar a nuestra gente.”
Cuento de Graciela Pérez Aguilar, inspirado en una tradición wayúu.
Foto: Tejido wayúu, tomada de la página Cultura wayúu.
jueves, 22 de septiembre de 2011
Nadie debería perderse un ecodoppler
Recomiendo fervientemente la experiencia de hacerse un ecodoppler. No es sencilla porque la medicina actual no favorece el goce estético. Pero, ¡qué sensación subacuática e inolvidable acompaña el poderoso sonido de la sangre corriendo por las venas! Ballenas y delfines deben saber algo al respecto porque, desde hace un tiempo, atosigan con mensajes incomprensibles mi casilla de mail.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
miércoles, 21 de septiembre de 2011
El Padre de los Sueños
Hace tanto tiempo que la memoria no puede siquiera imaginarlo, el compasivo Padre de los Sueños vivía con sus hijos en una tierra nebulosa y lejana. Por aquel entonces, las noches de los seres humanos eran una vigilia eterna que jamás les daba descanso. Cuando cerraban los ojos, no encontraban sosiego en medio de tanta negrura, y volvían a abrirlos, asustados.
Pero sucedió que el Padre de los Sueños quiso embarcarse con sus hijos para llevarlos a una isla encantada, sin nieblas ni distancias, donde resplandecieran los pájaros dorados, las frutas fragantes y la hierba esmeralda. Donde el agua sonara cristalina entre las piedras negras, como plata fluyendo sobre carbón. Así, fletó una nave hecha con tablones de oscuridad y velas de luz, para navegar los océanos de la Tierra rumbo hacia ella.
Mientras recorrían el largo camino sobre las olas, cierta noche encontraron un barco desmantelado por la tempestad. Los mástiles quebrados, el casco agujereado y el velamen en jirones. Sobre la cubierta, los marineros agotados miraban el cielo con los ojos muy abiertos. Sin poder dormir, esperaban otra arremetida del Dios de las Tormentas que los venía persiguiendo desde hacía días. Ignorantes de las tradiciones, los desdichados navegantes habían partido sin hacer las ofrendas correspondientes y el Dios, furioso, los azotaba con viento, rayos, lluvias y granizo. Ahora, iban a morir de miedo y cansancio.
El Padre de los Sueños sintió pena y quiso ayudarlos. Habló brevemente con sus hijos y les pidió que se deslizaran bajo los párpados de los hombres para darles descanso. Ellos así lo hicieron y, un momento después, todos los marinos cayeron profundamente dormidos y soñaron con sus casas y sus seres queridos.
Pero el temible Dios de las Tormentas había visto todo desde su morada de nubarrones y juró vengarse. Nadie podía ayudar a quienes no demostraban respeto por él. Por eso, reunió las nubes más negras, los vientos más arrasadores y los peores rayos. Luego, los lanzó con toda su furia contra la nave del Padre y sus hijos.
La espantosa tormenta no podía destruir una nave hecha con tablones de oscuridad y velas de luz, pero la alejó de su rumbo y la fue llevando hasta la isla más remota y árida del océano. Luego, hizo un cerco huracanado para evitar que salieran.
En esa isla perdida, el Padre de los Sueños y sus hijos permanecieron durante mucho tiempo. Allí no había nada más que tierra seca, arbustos retorcidos y el silbido furioso de los vientos que levantaban hasta las piedras pequeñas del suelo. Y, poco a poco, los sueños empezaron a languidecer de tristeza y aburrimiento. Sus ojos transparentes se nublaron con un tenue humo lechoso y sus rostros se volvieron todavía más pálidos.
Preocupado, el Padre buscó una salida para evitar que sus hijos terminaran por desaparecer del todo. Observó largamente los crepúsculos y vio que el Dios de las Tempestades amainaba su furia a esa hora. Apenas descendía sobre la Tierra el reino de la Noche y de la Luna, el vengativo Señor de los Huracanes se retiraba a su morada de nubes hasta el día siguiente.
A partir de ese momento, el Padre de los Sueños permitió a sus hijos emprender el vuelo y salir de la isla apenas comenzaban a aparecer las primeras sombras nocturnas. Y, desde entonces, ellos se esparcen por la Tierra y se deslizan debajo de los párpados de los seres humanos. Según el carácter de cada uno, brindan dulces sueños o penosas pesadillas y, apenas despunta el alba, regresan a la isla para descansar.
Leyenda árabe.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Morfeo, tomada de Internet.
martes, 20 de septiembre de 2011
Una vuelta en perro
—Estoy aburrida —dijo la pulga Plic.
—Yo también estoy aburrida —contestó la pulga Ploc.
—¿Por qué no damos una vuelta en perro? —preguntó la pulga Plic.
—¡Qué buena idea! Me parece que allá viene un lindo pichicho. ¡Vamos! — dijo la pulga Ploc.
Por la vereda del sol venía caminando despacito Ramón, un perrito peludo y marrón que vivía en la cuadra. Cuando Ramón se acercó, las dos pulgas aburridas pegaron un salto y se le subieron en el lomo. ¡Plic! ¡Ploc!
—¡Auuuch! –—gritó Ramón cuando sintió el picotazo de las pulgas. Y empezó a rascarse desesperado con la pata trasera.
—¡A-a-a-ay, este perro parece un terremoto, Plic! —dijo Ploc.
—No te preocupes, ya se le va a pasar —contestó Plic
Las dos pulgas se agarraron bien fuerte a los pelos del perrito hasta que dejó de rascarse y siguió caminando. Pero enseguida Ramón pasó por la vereda que estaba lavando doña Elda, la vecina distraída. Cuando el chorro de agua de la manguera empapó a Ramón, las dos pulgas también se mojaron.
—¡Glub! ¡Cof! ¡Cuajj! —dijo Plic.
—¡Pufff! Estoy empapada —protestó Ploc.
—No te preocupes —contestó Plic —. Esto que estamos haciendo es turismo de aventura.
Pero una cuadra después, Ramón se encontró con su peor enemigo. Batman, el enorme perro ovejero salió a ladrarle como siempre. Y Ramón corrió más rápido para escaparse.
—Ayyyyyy, Ploc —gritó Plic—. Este perro va a cruzar la calle y el semáforo está en rojo... ¡¡¡Vienen los autos!!!
Las dos pulgas cerraron los ojos y recién los abrieron en la cuadra siguiente. Ramón seguía caminando lo más tranquilo y dio la vuelta a la manzana. Pero allí lo esperaba su dueña.
—¡Ramón! —le dijo la señora— ¡Otra vez te escapaste! ¡Seguro que tenés un montón de pulgas!
Plic y Ploc saltaron del lomo de Ramón justo antes de que la dueña se lo llevara a la casa para despulgarlo.
—¡Qué susto! —dijo la pulga Ploc.
—Pero fue divertido —dijo la pulga Plic.
—Es cierto —contestó Ploc . ¿Cuándo pasa el próximo perro? Me encanta esto del turismo aventura...
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Perro callejero, tomada del sitio Soloenvenezuela.
lunes, 19 de septiembre de 2011
El gato Pérez
El gato Pérez era chiquito pero valiente. Tenía ese nombre porque una vez se había peleado con otro gato más grande. El gato grande le había dicho que era tan chiquito que parecía el ratón Pérez. Y aunque ganó la pelea, igual le quedó el nombre: gato Pérez.
El gato Pérez vivía en la calle, debajo de los autos y en las casas abandonadas. Comía lo que la gente dejaba en las bolsas de basura y de vez en cuando el carnicero de la esquina le daba un pedazo de salchicha. En las noches de frío se metía dentro de un medidor de luz vacío y en las mañanas cálidas se desperezaba en la vereda. Al gato Pérez le encantaba tomar sol, buscar huesos de pollo y oler todo lo que se le ponía cerca. Pero no le gustaba nada el perro de la casa de ventanas verdes, ni la vecina que lo espantaba con la escoba.
Una noche, el gato Pérez estaba en la vereda cuando oyó que alguien decía:
—¡Mami, mirá qué lindo gatito! ¡Vamos a llevarlo a casa!
—Bueno, Guido, si te gusta lo llevamos.
Unas manos lo levantaron de la vereda y lo llevaron en el aire hasta el interior de una casa. Esas mismas manos lo pusieron sobre una alfombrita y le acercaron un plato de leche.
—¡¡¡Uffff!!! —pensó el gato Pérez—. ¿Esta gente sabrá que a mí me gusta más la salchicha?
Al día siguiente, todo fue peor. Guido le tiraba de las orejas y de la cola, lo montaba a caballito y lo alzaba patas arriba como si fuera un osito de peluche.
—¿Cómo les explico que todo esto me cansa mucho? —pensaba el gato Pérez mientras se imaginaba cómo volver a la calle.
Pero, por esa noche, decidió quedarse en la casa. Como los gatos pueden ver en la oscuridad, Pérez entró en la habitación de Guido y algo le llamó la atención. El nene estaba con los ojos muy abiertos y tenía cara de miedo. Entonces, el gato saltó arriba de la cama y se le puso muy cerca.
De a poquito, Guido empezó a rascarle la cabeza y Pérez empezó a ronronear. Rasca que te rasca y ronronea que te ronronea, a Guido se le pasó el miedo y se quedó dormido.
Después de esa noche, más que amigos se hicieron inseparables. Guido dejó de tirarle de las orejas y de la cola. Ahora, Pérez come alimento balanceado especial para gatos pero de vez en cuando la mamá le pone un poco de salchicha.
A veces, el gato Pérez extraña la calle y oler los huesos de pollo de los tachos de basura. Entonces, se va por los techos y vuelve un rato después con el morro todo arañado. Pero le gusta muchísimo acostarse en la cama de Guido por las noches. Se hace un montoncito a su lado mientras se lame durante un rato largo. Y lo bueno es que Guido ya no tiene miedo.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Pelusa.
domingo, 18 de septiembre de 2011
La ira en Arcadia
El pequeño país de Arcadia tiene una manera especial de lidiar con la ira. Cuando sus habitantes acumulan demasiado enojo, introducen dos dedos en su garganta y vomitan un pequeño escarabajo negro, de mandíbulas grandes y afiladas. Luego, lo llevan a una enorme pileta pública.
Cuando la pileta se llena de escarabajos, arrojan en ella a media docena de los habitantes menos populares. Luego de un par de horas, cubren todo con tierra hasta la siguiente oportunidad.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
El loro del pirata
El pirata Barbasucia tenía un loro muy inteligente llamado Flint. A veces, el loro escuchaba las conversaciones de los marineros en la taberna del puerto y después le contaba a su patrón los chismes sobre tesoros ocultos. También sabía leer mapas y reconocía las amenazas de tormenta. Cada vez que el mar estaba dudoso, se paraba en la punta del palo mayor y estiraba las alas en la dirección del viento. De vuelta sobre el hombro de Barbasucia, le decía al oído:
— Viene un huracán desde las Bermudas. En doce horas se nos van a volar las plumas. Mejor entremos en aquella bahía.
Barbasucia le hacía caso y su nave escapaba del temporal mientras todas las demás se hundían como piedras.
Gracias al ingenio de Flint, el pirata y sus hombres habían reunido un tesoro de monedas de oro sin necesidad de pelear. Por eso, y porque tenía buen corazón, Barbasucia quería mucho a su loro.
Una tarde, mientras el pirata tomaba fresquito en la cubierta del barco, Flint se paró sobre su hombro y le dijo:
— Capi, me parece que sería bueno esconder el tesoro en bsss… bsss… bsss…. Pero después tiene que poner la piedra y bsss… bsss…. bssss.
Trabuco, el contramaestre del barco, alcanzó a escuchar algo de la conversación, pero no pudo entender todo. Sin embargo, la palabra “tesoro” le resultó clarísima. Y enseguida pensó que ese secreto le iba a interesar mucho al feroz Parchenegro, el peor enemigo de Barbasucia. Hacía tiempo que el contramaestre quería unirse al malvado bucanero y una noticia como ésa era una buena carta de presentación.
Cuando llegaron a puerto, ni lerdo ni perezoso, Trabuco corrió a la taberna y le contó todo a Parchenegro..La mención del tesoro hizo pegar un salto al siniestro pirata, que tiró todo el ron por el piso. Pero después de llenar nuevamente su vaso, le preguntó al contramaestre:
—. ¿Qué me propones y qué pides a cambio?
— Bueno, capitán… Por cincuenta monedas de oro puedo traerle al pajarraco. Y usted me deja formar parte de su tripulación.
— ¡Trato hecho!
Barbasucia y Flint estaban siempre juntos y pasaron muchos días hasta que Trabuco encontró la oportunidad. En un descuido del capitán, el traidor contramaestre entró en su camarote, metió a Flint en una bolsa y corrió a llevárselo a Parchenegro.
— Vamos a ver si este plumífero nos revela su secreto — dijo el pirata mientras lo desembolsaba y lo ponía sobre una percha.
Y allí se quedó el pobre loro, más verde todavía del susto, mirando cómo Trabuco recibía sus cincuenta monedas de oro y salía por la puerta de la cabina.
— Ahora, vas a contarme todo o te convierto en sopa de loro. ¿Dónde está escondido el tesoro? —le dijo Parchenegro cuando se quedaron a solas.
Flint trató de ganar tiempo y, como el miedo lo había vuelto medio poeta, canturreó con voz finita:
— El tesoro del pirata
está en un cofre de lata.
Tiene monedas baratas
y un montón de garrapatas.
— ¡Ahhhhhhhhh! Aquí hay un loro que se cree muy vivo pero va a terminar muerto — dijo Parchenegro, y lo agarró del pescuezo haciéndole volar varias plumas por el aire.
El horno no estaba para bollos y Flint comprendió que no tenía escapatoria. Entonces dijo:
— El tesoro del pirata
está en la mina de plata,
detrás de la catarata,
bajo una piedra chata.
— ¡Ya era hora — exclamó Parchenegro.
Entonces, reunió a todos sus hombres y partieron, llevando a Flint, hacia la vieja mina de plata abandonada. Una vez allí, buscaron la entrada secreta que solamente el loro y Barbasucia conocían. Estaba escondida detrás de una caída de agua cercana y por ahí entraron Parchenegro y sus secuaces. Entonces, el malvado capitán soltó al ave.
— ¡Ahora, muéstranos dónde está el tesoro! — le gritó.
Flint voló hasta una piedra chata que estaba en la parte de arriba de la galería, se paró sobre ella y dijo:
— Quiten esta piedra chata,
que está abajo de mis patas.
Aquí, sin más perorata,
está el oro del pirata.
Lo hombres se abalanzaron hacia la piedra y empezaron a quitarla de su lugar, mientras el loro escapaba buscando la salida. Pero, justamente, esa piedra sostenía la viga principal del techo y todo comenzó a desplomarse. Una montaña de tierra y escombros cayó sobre los bucaneros, tapándolos sin remedio.
Desde la rama más baja de un árbol cercano, fuera de la mina, Flint escuchó el estruendo y las maldiciones mientras seguía canturreando:
— ¿Dije el oro del pirata?
Quise decir, sin más data
que sobre la piedra chata
está el loro del pirata.
El loro esperó hasta asegurarse de que los enemigos de Barbasucia y el secreto de su tesoro estuvieran bien guardados Después, voló muy contento hacia la costa para reunirse con su querido capitán y emprender juntos nuevas aventuras por los azules mares del Caribe.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Guacamayo.
sábado, 17 de septiembre de 2011
Remedios para melancólicos
Es sabido que los pacientes internados durante cierto tiempo experimentan un síndrome que, a veces, se llama hospitalismo y produce depresión y melancolía. Modestamente, imagino que se podría paliar llevándoles ramos de malvones o crisantemos, olor a pis del gato familiar, pasto mojado por la lluvia, ruidos del tránsito de la calle en que viven, olor a guiso de mondongo o a ternerita con arroz, conversaciones de los vecinos y el tacto de las sábanas de sus propias camas. Claro que no siempre es posible introducir subrepticiamente todo eso dentro del bolso que intentamos pasar por la guardia.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
viernes, 16 de septiembre de 2011
El quirquincho que quería ser músico
Había una vez un quirquincho que vivía en un alto arenal de la cordillera. Ya tenía muchos años y siempre le había gustado la música. ¡Le gustaba más que nada en el mundo!
Por la noche, escuchaba el silbido del viento entre los arbustos. Después, pegaba la oreja al suelo y oía el lejano tambor de las piedras, crujiendo por el frío. Más tarde, al amanecer, sentía el canto de los pájaros y se iba a dormir feliz, acunado por esa música. Antes de cerrar los ojos, todas las madrugadas exclamaba:
— ¡Si yo pudiera cantar, sería el quirquincho más feliz de la tierra!
Las vicuñas, las llamas y sus compañeros quirquinchos se burlaban un poco de él:
— Vas a cantar el día que las lagartijas vuelen —le decían.
Pero él no se ofendía.
— Cuando alguien quiere tanto una cosa, termina por conseguirla —les contestaba—. Y yo siento que la música está en mi corazón.
Un día, el quirquincho descansaba en el hueco de una roca cuando algo lo sobresaltó. ¡Era el sonido más hermoso que jamás hubiera soñado! Se asomó despacito para ver de dónde venía y descubrió a un viajero que cruzaba el arenal. Para acompañarse, el hombre soplaba un trozo de caña agujereada.
La melodía que salía de la caña inundó el alma del animalito y lo llenó de una inmensa emoción. Con lágrimas en sus ojos negros, siguió al caminante hasta que las patas cortas no le dieron más. Y aun así, se quedó escuchándolo hasta que se convirtió en una figurita perdida en el horizonte.
Todos los habitantes del arenal hablaban de un hombre muy sabio, llamado Sebastián Mamani, que vivía en un ranchito cerca de la aguada. Y hasta allí fue el quirquincho, para ver si podía hacer realidad su sueño de cantar melodías tan hermosas como las del viajero.
El hombre, que entendía el lenguaje de los animales, prestó mucha atención a sus palabras. Después pensó un rato y le dijo:
— Voy a cumplir tu sueño, pero no va a ser ahora. Va a ser cuando la Pachamama, nuestra Madre Tierra, te lleve con ella.
— ¡Pero yo quiero que sea ahora! —protestó el quirquincho.
— Ya lo sé, mi amigo —dijo don Sebastián—. Pero, como bien decís, cuando alguien quiere tanto una cosa, termina por conseguirla, no importa en qué momento.
El quirquincho volvió a su arenal y pasó lo que le quedaba de vida soñando con el momento en que Sebastián Mamani cumpliera su promesa. Y cuando la Pachamama lo tomó en sus manos para acunar su corazón de animalito bueno, el hombre sabio vino a recoger lo que había quedado de él. Tomó su caparazón y, mientras cantaba una melodía misteriosa, le agregó madera y cinco pares de cuerdas.
— Ahora, amigo, ¡tu canto va a sonar para siempre en toda esta tierra!
Y así fue como el quirquincho que quería ser músico se transformó en charango. Y, desde entonces, el sonido de su corazón acompaña las alegrías y las tristezas de la gente del altiplano.
Leyenda boliviana.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Quirquincho. Tomada de la página InfoAnimal
jueves, 15 de septiembre de 2011
El mapa del tesoro
El pirata Malamuerte saltaba en su pata de palo. Había encontrado, sobre la mesa de la taberna del puerto, un mapa del mar Caribe. Allí estaba señalada, con una cruz roja, una isla con un cartelito que decía: AQUÍ ESTÁ EL TESORO.
Malamuerte no le hizo caso a su loro Bermúdez cuando le dijo, desde arriba del hombro:
—¿No es raro que dejen tirado un mapa así sobre una mesa?
El temible pirata reunió a su tripulación. Enseguida izaron las velas de su barco, el “Terrorífico” y salieron navegando a todo trapo hacia la isla.
—¡Pongan la proa hacia el norte! ¡Cuidado con los arrecifes! ¡Todo el timón a estribor! —gritaba Malamuerte.
—A babor, capitán —le recordaba con paciencia el loro—. “Babor” es la izquierda y “estribor” es la derecha”.
—Bueno, eso, hagan lo que dice Bermúdez —rugía el pirata.
El “Terrorífico” cruzó las aguas del mar Caribe llevado velozmente por el viento durante varias horas. De pronto, Malamuerte vio, por el largavista, que muchos otros barcos iban hacia el mismo destino.
—¡Ahí está el barco de mi archienemigo Parche Negro! ¡Y el de Garfio Verde! ¡Y el del Calavera! ¡Preparen las armas que vamos a pelear por el tesoro!
Cuando llegaron a la playa, los feroces piratas, armados hasta los dientes, escucharon una musiquita que venía desde la selva cercana. Se miraron con mala cara y arremetieron a los machetazos contra las palmeras, los helechos y las lianas.
—Hágame caso, capitán, aquí hay caimán encerrado —le decía Bermúdez a su jefe.
—¡Callate, loro, o te desplumo.
—Lo que usted diga, señor.
Pero cuando llegaron a un claro de la selva, se quedaron boquiabiertos. La musiquita salía de un gran quiosco llamado “El tesoro”, rodeado por mesitas con sombrillas. Por todos lados había carteles que ofrecían “La cajita del pirata feliz”, “El combo de hamburguesa de tortuga”, “El flip de mandioca frita” y “La lata gigante de Tropicola”.
Derrotado y hambriento, Malamuerte se sentó en una mesita y pidió el combo de tortuga con un vaso de Tropicola. Mientras comía, para colmo tuvo que escuchar al loro Bermudez que, desde arriba de su hombro cantaba la letra de la musiquita:
“El tesoro del pirata,
comida rica,
bebida en lata,
en nuestra isla,
por poca plata”.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Internet.
lunes, 12 de septiembre de 2011
Olegario, el inventor
Olegario era inventor desde chiquito. A los cinco años ya había inventado una máquina para contar hormigas. Las hormigas pisaban una hojita, que movía un palito, que hacía caer una bolita dentro de un envase de yogur. Una hormiga, una bolita. Tres hormigas, tres bolitas. Cada cien hormigas, Olegario vaciaba el envase y ponía una bolita más grande que quería decir “cien”. Y así sucesivamente.
A los seis años inventó un “bolso portagatos” que tenía forma de gato, con un agujero adelante para que el animalito sacara la cabeza y otro agujerito atrás para que sacara la cola. Pero Froilán González, el minino de la casa no quiso ser piloto de pruebas y al tercer intento de meterlo adentro, el bolso quedó hecho tiras.
Entre los siete y los once años, Olegario inventó una máquina para sacar la pelusa del ombligo que no funcionó porque hacía muchísimas cosquillas. También inventó un aparato para peinar osos panda gigantes, pero como sólo existen en China nunca pudo probar su invento. A su mamá no le gustó el aparato de alisar lechuga porque la dejaba lisita pero achicharrada y a su papá no le interesó mucho la máquina para tocar melodías con un pan flauta porque no tenía nada de oído musical. En fin... que Olegario tenía buenas ideas pero era un inventor incomprendido.
Y resulta que, un día, Olegario se enamoró de Clotilde, la chica más inteligente del barrio que sí lo comprendía.
—Ole, inventame un aparato para emparejar los agujeritos de las letras O, que me salen mal –—pedía Clotilde.
—Enseguida te lo invento, Cloti, y además, con lo que sobre de los agujeritos de las O, podés poner los puntos de las I —respondía Olegario. Y a los dos días el invento estaba listo.
—Ole, inventame una máquina para pasear demonios de Tasmania —decía Clotilde.
—¿Qué son los demonios de Tasmania, Cloti? —preguntaba Olegario.
—Son bichos muy raros que viven en Tasmania, Ole —respondía Clotilde y, a los cinco días tenía la máquina en la puerta de su casa.
Así, Olegario y Clotilde crecieron juntos en amor y en inventos. Cloti tenía las ideas y Ole las realizaba. Juntos inventaron el martillo de goma para clavar clavos de chicle, los guantes con espinas para agarrar cactus, el trampolín para tirarse a la bañadera, el colador sin agujeros para no desperdiciar agua, la silla de una sola pata para ejercitar el equilibrio y la bicicleta de ruedas con zapatos para andar por la vereda.
La última vez que los vi (porque ya son grandes y viven enfrente de mi casa) estaban inventando una catapulta gigante para viajar al planeta Venus. Y seguramente lo consiguieron porque unos meses después recibí un mail que decía: “Querida Graciela, te escribimos desde el planeta Venus. No te imaginás lo linda que se ve la Tierra desde aquí...”.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: “Cafetera para masoquistas”, uno los objetos imposibles inventados por el genial Jacques Carelman. La imagen pertenece al sitio Cien años de perdón.
domingo, 11 de septiembre de 2011
Un millón de hormigas
La topadora avanzaba amenazante hacia el enorme hormiguero.
Cuando una de las vigías dio la voz de alarma, novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve hormigas se apilaron unas sobre otras hasta formar una inmensa figura.
Cuando llegó la hormiga número un millón, la figura se cerró. Una aterradora hormiga gigante tomó entre sus tenazas la topadora y la hizo trizas. El conductor huyó despavorido.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
sábado, 10 de septiembre de 2011
El salmón de la sabiduría
Cuenta la leyenda que, antes de la llegada del pueblo de Dana a Irlanda, los antiguos duendes del bosque escondieron toda la sabiduría de su mundo en siete avellanos. Y, por esas misteriosas vueltas del destino, una de sus avellanas llegó hasta el mar. Y allí se la comió un salmón, que así logró convertirse en el ser más sabio de la Tierra.
Cuando los habitantes de Erín se enteraron de la existencia del extraordinario pez, salieron en su busca. El que comiera su carne tendría la suma del conocimiento pasado, presente y futuro. Pero el pez no tenía ni una escama de tonto y se las arregló para eludir redes, anzuelos y flechas por mucho tiempo.
Durante siete años, el poeta druida Finnegas había perseguido al mágico animal sin lograr capturarlo. Conocedor de las antiguas profecías, sabía que un hombre llamado Finn lo atraparía. Y el poeta estaba seguro de que ese hombre era él.
Pero aquí entra en la leyenda un joven príncipe, Demma MacCumhal, a quien sus amigos conocían con el apodo de Finn.
Viajando en busca de aventuras y experiencia, Demma llegó hasta el apartado lugar del bosque donde tenía su vivienda el druida. De inmediato, la inteligente vivacidad del joven agradó al anciano, que lo aceptó como discípulo.
Durante las frías noches de invierno, el muchacho aprendió cantares y poemas, historias y conjuros mientras preparaba la comida de su maestro. Hasta que un día, sin conocer el apodo de su alumno, Finnegas le encomendó la tarea de pescar al famoso salmón. El ya estaba demasiado viejo como para perseguirlo.
La facilidad, a veces, es uno de los disfraces del destino y muy pronto Demma volvió a la cabaña con el pez. Entonces, Finnegas le pidió que lo cocinara, no sin antes hacerle jurar que no comería ni una esquirla de su carne.
Fiel a las indicaciones de su maestro, el muchacho preparó un fuego y puso a asar al animal. Pero, de pronto, una gota de grasa cayó sobre las brasas y saltó al dedo del príncipe, provocándole una quemadura. Sin pensarlo, éste se llevó el dedo a la boca y chupó la herida. Instantáneamente, las puertas del conocimiento se abrieron en su mente.
Cuando regresó con el salmón asado, el druida supo, por el brillo de sus ojos, lo que había sucedido y lo increpó amargamente. Demma se desesperó porque amaba al anciano y no soportaba la idea de haberlo traicionado. Y fue allí que le contó acerca del apodo que le daban sus amigos. El era Finn. Como Finnegas era lo suficientemente sabio para aceptar el destino, impulsó al joven a que comiera todo el pescado, para cumplir la profecía.
Años después, Finn MacCumhal se convirtió en el capitán de los Fianna, una orden de caballería parecida a la de la Tabla Redonda, que fue la más poderosa de su tiempo, y se ocupaba de guardar las costas de Irlanda. Y cuenta la leyenda que, cada vez que se encontraba en alguna situación complicada que requería una sabia solución, se chupaba el dedo justo en el lugar de la quemadura y encontraba la respuesta.
Leyenda irlandesa.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Península de Dingle, Irlanda.
viernes, 9 de septiembre de 2011
Ajedrez virtual
Los dos ajedrecistas habían jugado miles de partidas durante años. Conocían hasta los más sutiles vericuetos de sus mutuas defensas y ataques.
Esa tarde se sentaron frente a frente, ante una mesa vacía y se miraron por largo rato sin mover un músculo.
— Jaque mate —dijo finalmente uno de ellos.
El otro suspiró, extendió la mano e inclinó su rey invisible.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
jueves, 8 de septiembre de 2011
Tarzán y el mono de Borneo
Esto que voy a contar sucedió muchos años después de la historia que todos conocen. Tarzán se había hecho famoso gracias a los libros que hablaban de sus aventuras, pero no era feliz. Se sentía harto de los turistas que acudían de todas partes atraídos por los relatos de sus hazañas.
—Venga, Tarzán. Póngase al lado del nene así le saco una foto —le decía uno.
—¡Ay, Tarzán, pegue el grito para llamar al elefante —pedía una señora.
Tarzán había visto crecer, alrededor de su cabaña, una selva de quioscos de choripán, vendedores de calcomanías, sucursales de la agencia “Tarzan’s Travel” y de la boutique “El rey de los monos”. Cada vez que salía de su cabaña, se le venía encima el club de admiradores:
—¡Idolo! ¡Genio! ¡No te mueras nunca! —le gritaban mientras intentaban arrancarle un pedazo del taparrabos de piel de tigre.
Y Tarzán corría hacia la selva tratando de escapar.
Ni siguiera le quedaba la mona Chita. Se la habían llevado para conducir el programa de televisión “Monerías” en la emisora local. De vez en cuando, los fines de semana, venía a visitarlo. Pero Tarzán se daba cuenta de que le encantaba el mundo de la farándula. Siempre estaba posando para la foto y se comportaba como una verdadera monada.
Hasta que, un día, Tarzán se cansó, se recontracansó de los turistas, de los vendedores y de los fotógrafos. Y lo peor de todo es que también se cansó de la selva, que ya no era la de antes. Esa noche dobló con cuidado su taparrabos, se vistió con una camisa y un pantalón y salió sigilosamente de su cabaña por la puerta de atrás.
Trepado en el acoplado de un camión, llegó hasta las costas de Africa. Se empleó como marinero en un buque de carga filipino y pasó muchas noches sobre cubierta, a la luz de la luna, contándoles historias a los otros marineros.
Hasta que el barco carguero recaló cierto mediodía en un puerto del sur del mundo. Tarzán se dio cuenta de que ya estaba lo suficientemente lejos. Entonces, puso sus cosas en un bolso, se despidió de sus amigos y bajó a tierra.
Feliz porque nadie lo conocía, hizo toda clase de trabajos. Construyó cabañas al borde de los lagos, cuidó jardines en casas de campo, fue carpintero, hachero y guardabosques. Así se le fueron pasando los años, el pelo se le puso muy blanco y la mirada muy sabia.
Una tarde de domingo, sin saber muy bien por qué, decidió visitar el zoológico de la ciudad. Aunque a Tarzán los zoológicos no le parecían nada lógicos, sentía una lejanísima nostalgia de la selva. Por eso, sacó una entrada y avanzó por los senderos de cemento que bordeaban el lago artificial. Su olfato reconocía antiguos olores y su oído percibía gritos, chillidos, rugidos y siseos que le eran familiares. Sin embargo, el espectáculo dominguero le resultó bastante absurdo: la gente de este lado, los animales del otro lado. Cada animal con su cartelito.
—Mirá qué lindo el león —le decía un señor a un nene que llevaba un globo de colores metalizados—. Parece un gato grande.
“¿Gato grande?”, pensó Tarzán recordando su feroz pelea con Numa, el rey de la llanura. El público del zoológico le hacía acordar a los turistas de los que se había escapado. Miraban las cosas desde afuera. No tenían que pelear por el pozo de agua ni sanar sus lastimaduras con emplastos de hojas verdes.
Un poco más adelante se encontró con el sector dedicado a los monos. Recorrió las jaulas de los chimpancés y de los babuinos. Contempló durante largo rato a los gorilas y a los monos araña. Se detuvo para mirar las gracias de los macacos y de los pequeñísimos titíes. Hasta que llegó a una jaula aislada, casi en los confines del zoológico. Allí estaba el mono de Borneo.
Esa tarde, Tarzán decidió pedir un puesto de cuidador. No le resultó muy difícil obtenerlo porque sabía muchísimo de animales. Le dieron un uniforme y una gorra y le encargaron el cuidado de la sección “Reptiles”. Cada día, después de alimentar a la boa constrictor y a las culebras de agua, el rey de los monos se iba a visitar al mono de Borneo. Se quedaba frente a la jaula mirándolo durante horas.
Hay que reconocer que el mono era feísimo. Tenía una pelambre parda que le caía como flecos y el rabo pelado de tanto sentarse en el cemento. No hacía monerías tales como dar vueltas carnero ni treparse por el enrejado. Pero tenía la costumbre de frotar una piedrita rojiza contra el piso de la jaula y eso fue, precisamente, lo que a Tarzán le llamó la atención.
El rey de los monos pasó tardes enteras en ese rincón perdido, mirando el dibujo que crecía sobre el cemento. Por suerte, nadie caminaba por allí, de otro modo, se hubiera asombrado de lo que veía. Porque esos garabatos contaban dos historias: la de un bebé humano perdido en la selva y la de un bebé mono solo en la ciudad. En rojo sobre gris aparecían dos leyendas que sólo Tarzán y el mono podían entender.
Un martes a última hora, el mono de Borneo terminó el dibujo. Tarzán llegaba a su jaula con un balde de agua y se dio cuenta. Por eso pasó lo que pasó.
Esa noche, dos siluetas se asomaron sigilosas a la ventana de la administración del zoológico. Los guardias estaban profundamente dormidos y, por eso, nadie oyó el interminable murmullo de pasos, trotes y galopes que sonaron entre las sombras.
Al día siguiente, los primeros visitantes se sorprendieron ante el anuncio de que el zoológico estaba cerrado “por tareas de mantenimiento”. Y unas semanas después, los noticieros afirmaron que se iban a licitar los terrenos para construir un hipermercado. “Todos los animales han sido transferidos”, dijeron sin dar más datos.
Las topadoras demolieron minuciosamente los templos hindúes y las grutas polares. El foso de los leones fue rellenado y los castillitos y glorietas se desarmaron, piedra por piedra. Finalmente no quedó casi nada en pie, salvo algunos rincones alejados. Hacia uno de ellos se dirigió una cuadrilla de operarios, martillo en mano, un viernes por la mañana. Se acercaron a una jaula abandonada, dentro de la cual crecía la maleza.
—¿Quién habrá hecho estos dibujos? —preguntó uno de los obreros.
Y, con el pico, comenzó a levantar los trozos de cemento del piso donde, en rojo sobre gris, se veía una larga caravana de cebras y jirafas, de tapires y pelícanos, de zorros, tigres, leopardos y tortugas que, junto con todos los otros animales del zoológico, caminaban hacia la selva, encabezados por Tarzán y el mono de Borneo.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Fotos: Choza africana, de Internet y Zoológico de Buenos Aires.
miércoles, 7 de septiembre de 2011
La maldición
El hombre malvado, babeante, repulsivo y maloliente arrebató las últimas monedas de la anciana hechicera y salió corriendo.
Pero ella, mientras se levantaba con esfuerzo del suelo, alcanzó a extender la mano, hizo una señal con los dedos y lo maldijo:
— ¡Ojalá te enamores!
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
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