miércoles, 9 de noviembre de 2011

La otra sirenita


Todo el mundo conoce la historia de la sirenita. La contó, hace muchos años, el escritor Hans Christian Andersen. Pero poca gente recuerda que aquella sirenita tenía una hermana llamada Sawa.

Sawa también sentía una inmensa curiosidad por conocer la tierra de los seres humanos. Cuando las dos llegaron a la edad en que se les permitía salir del mar, ascendieron a la superficie. Pero allí termina el parecido de sus historias.

Como todo el mundo sabe, la sirenita del cuento salvó a un príncipe de morir ahogado, se enamoró de él y trató de convertirse en una mujer como cualquier otra. El príncipe no le correspondió y la historia tuvo un final muy triste. Hay una bella estatua en la costa de Dinamarca que la recuerda para siempre.

Sawa, en cambio, eligió otro camino. Nadó y nadó a través de los fríos mares del Norte, deslumbrada por ese nuevo mundo, hasta encontrar la desembocadura del río que hoy se llama Vistula. Una vez allí, comenzó a remontarlo hasta que llegó a una pequeña aldea de pescadores.

Nada le resultaba más divertido que molestar a esos rudos navegantes y pasó semanas y meses enredándoles las redes, cortándoles los sedales y liberando a los peces. Cada vez que intentaban capturarla, ella cantaba una de sus maravillosas canciones de sirena y los pescadores quedaban embobados, como hechizados por su voz. Y Sawa lograba escaparse para seguir con sus juegos.

Pero sucedió que, un mercader de la región escuchó la historia y decidió atraparla. Alquiló un barco, se tapó los oídos con cera y ¡zas! cuando la sirenita salió a la superficie no pudo embrujarlo con su canto. La pobre Sawa terminó encerrada en una jaula de hierro.

El malvado mercader paseó a su cautiva en un carromato por todas las ferias de la comarca. Los aldeanos pagaban muchas monedas para ver a la asombrosa joven con cola de pez sumergida en un enorme estanque de vidrio, sentada sobre una piedra y atada con unas cadenas. De noche, cuando todos se habían ido, la sirenita mezclaba la sal de sus lágrimas con el agua de la gran pecera. Pero enseguida se restregaba los ojos y pensaba en cómo salir de su prisión, porque amaba la libertad más que nada en este mundo.

Cierto día, pasó frente a su prisión un joven pescador llamado War. Con sólo mirarla, su corazón se conmovió por la suerte de la bella sirena. Esa noche, regresó a la feria con dos compañeros, cortó las cadenas que la aprisionaban y la llevó hasta la orilla del río. Una vez allí, ella cantó su más hermosa canción marina para sus salvadores y volvió a las aguas que eran su hogar.

War quedó hechizado por el canto de la joven, pero supo que solamente podría amarlo si era libre. Y así fue. Sawa se quedó para siempre en las orillas del Vístula y ayudó al pescador y a sus amigos en la dura tarea que realizaban. Les hablaba de las corrientes del río, de los mejores cardúmenes de peces y de los cambios en el viento. Luego de cada jornada, se sentaba en una piedra de la costa y otra vez entonaba melodías del agua y de la tierra.

Dicen que, en nombre del pescador y la sirena, el lugar se llamó desde entonces War-Sawa, o Varsovia. En la plaza antigua de esa ciudad de Polonia hay una estatua que recuerda la historia de Sawa. La muestra con una espada y un escudo porque –cuentan- ella prometió que siempre se quedaría allí para defender al lugar y a sus habitantes.

Leyenda polaca.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Estatua de Sawa en Varsovia, Polonia.

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