domingo, 13 de noviembre de 2011

Noriko


La recuerdo, quizás, porque ese invierno fue largo, frío y oscuro. O porque yo no tenía trabajo y vagabundeaba más a menudo por aquel barrio de residencia provisoria. O porque me intriga la cultura japonesa. O por alguna otra razón que todavía no entiendo.

Una mañana, la vidriera del local vacío del edificio de enfrente se cubrió de papeles blancos pegados con prolijidad. Otra mañana, apareció pintado sobre el vidrio: “Noriko peinados”. Así de sencillo.

Habrán sido unos quince días después, al atardecer, que me sorprendieron las luces encendidas de “Noriko peinados”. Una veintena de japoneses y japonesas conversaban con calma en lo que, evidentemente, era la inauguración. Un par de ikebanas y varias plantas con moños ponían notas de color en el local inmaculadamente blanco. Intenté suponer cuál de las presentes sería Noriko pero no lo supe ese día sino a la mañana siguiente, cuando la vi atender a tres señoras orientales.

Noriko era menuda y gordita, de cara redonda y cabello corto. No percibí ningún rasgo destacable en ella, excepto la energía y la felicidad que parecía proporcionarle su trabajo.

A la semana, de las tres señoras japonesas quedaba una sola. Y ninguna incorporación nueva de las vecinas del barrio, señoras bien occidentales.

Tal vez sea porque ese invierno fue largo, frío y oscuro, que no tengo una percepción clara del transcurso del tiempo. Pero un día vi a Noriko sentada, sola, en uno de los sillones del fondo del local. Y así la vi al día siguiente, y al otro.

Como me preocupaba la cuestión de mi falta de trabajo y andaba buscando mudarme, me distraje durante cierto tiempo. Cuando me fijé nuevamente en “Noriko peinados”, la vi tiñéndose el cabello de rojo.

Días después, se había agregado algunas extensiones. Y a la semana siguiente, esas extensiones estaban enruladas. Y luego se convirtieron en una pirámide de cucuruchos remontados sobre su cabeza. Que fueron creciendo en una proporción casi delirante con el paso del tiempo. Pero Noriko seguía firme al pie de su local vacío.

Una tarde la vi, hablando sola y convertida en una especie de Gorgona oriental. Y tres días más tarde, el local estaba cerrado y vacío.

Después, conseguí trabajo y me mudé. Pero por alguna razón que todavía no entiendo, han pasado casi veinte años y no consigo olvidarme de ella.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.

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