martes, 27 de septiembre de 2011

Enfermero de río


Tengo una sed desesperante. El enfermero rubio me ofrece un minúsculo pedacito de hielo para chupar. Cierro los ojos y veo que del techo de la terapia intensiva cae una catarata de agua dulce con sábalos, surubíes, patíes, bogas y mojarritas. Abro los ojos. El pedacito de hielo ha desaparecido y el enfermero rubio me sonríe. Apenas entreveo unas branquias sospechosas en su cuello, cuando se va.

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Colombina y el “Demonio del Mar”


Hace mucho tiempo, Colombina vivía en una isla de piratas. Su papá había sido un famoso marinero que le enseñó todos los secretos del mar. Pero, un día, su papá se fue a navegar por los mares y no volvió. Desde entonces, Colombina trabajaba con su mamá en una tienda de ropa y todos los días veía pasar a los piratas frente a la tienda.
—Hola, nena —saludaba el pirata Ojochueco —. ¿Querés dar una vuelta en barco?
—No, gracias, Ojochueco, cuando mi papá vuelva me va a llevar a dar una vuelta en su barco —contestaba Colombina.
—Hola, Colombinita —saludaba el pirata Patanegra —. ¿Querés que te enseñe cómo se maneja el timón de un barco?
—No, gracias, Patanegra, mi papá ya me enseñó a manejar el timón —contestaba Colombina.

Pero, un día, Colombina se cansó de que los piratas la trataran como a una nena. Y pensó, pensó y pensó cómo convertirse ella misma en una pirata. Los piratas iban y venían por los mares, decían malas palabras e iban a las tabernas (que son los bares de los piratas) sin que nadie les dijera nada. Mientras tanto, ella estaba siempre metida en la tienda de ropa, sin asomar la nariz a la calle. Fue entonces cuando inventó su fabuloso plan…

Parece increíble, pero Colombina alquiló un bote grande en el puerto, con los ahorros que había juntado. Poco a poco, le fabricó unas velas con los retazos de género que sobraban de la tienda de su mamá y les pintó una enorme lengua roja. Después, fabricó unos piratas de mentira, con sombrero y todo. Después, inventó unas armas secretas con las recetas que le había enseñado su papá. Y cuando tuvo todo listo, se lanzó al mar.

Y le puso un nombre a su bote: “El Demonio del Mar”.

Desde entonces, “El Demonio del Mar” se convirtió en el terror de los mares del Caribe. Aparecía en los momentos menos pensados, cuando los piratas estaban descansando de sus piraterías, y los amenazaba con su espantosa vela iluminada con una lengua roja. Les arrojaba unos cuantos cohetes y después desaparecía.

—Este “Demonio del Mar” es algo serio —decía Ojochueco en la taberna del puerto—. Se nos apareció con muchos piratas hace una semana y nos tiró un montón de cañonazos de fuego.
—También me crucé con el “Demonio del Mar” y nos apuntó con la lengua roja de su vela —agregaba Patanegra—. Vimos un montón de luces malas en el horizonte y decidimos volver al puerto.

Mientras tanto, Colombina seguía trabajando en la tienda de su mamá y, por las noches, inventaba nuevos trucos para que el “Demonio del Mar” fuera el barco más temible del Caribe. Con lo que le había enseñado su papá, inventó un espejo que iluminaba el mar con la luz de varias velas. También inventó unos fuegos artificiales que parecían bombas destructoras y fabricó muchos más piratas de tela para poner en las bordas (que son los costados de los barcos).

Todo iba bien para el “Demonio del Mar” hasta que los piratas se juntaron en la taberna del puerto.
—¡Tenemos que atacar ese barco! —dijo Patanegra.
—¡No puede ser que nos asuste tanto! — dijo Ojochueco.
—¡¡¡Tenemos que destruir al “Demonio del Mar”!!!! —gritaron todos los piratas. Y acto seguido, tramaron un plan.

Sin saber lo que pasaba, Colombina salió esa noche con su barco a navegar por el Caribe. Levantó la vela mayor y preparó sus nuevos trucos para asustar a los piratas. Pero la esperaba una sorpresa. A la salida del puerto, todos los barcos piratas la estaban esperando. Patanegra, Ojochueco, Barlovento y los más feroces bucaneros rodeaban la salida. Los cañones estaban preparados, los piratas esperaban con sus sables y sus machetes listos para atacarla.

Cuando Colombina vio a todos esos barcos rodeándola, decidió seguir adelante. Levantó su vela pintada con la lengua roja y lanzó todos sus fuegos artificiales hacia el cielo. Después, caminó hacia la proa (que es la parte de delante de los barcos), y se paró allí.

—¿Es Colombina la que está en la proa del “Demonio del Mar”? —preguntó Patanegra cuando miró por el largavistas.
—¡Es Colombina! ¡Y es la hija del mejor marinero que conocí! —respondió Ojochueco—. No podemos atacarla… debe ser una pirata muy valiente para hacernos frente.

Se fue corriendo la voz de que Colombina era la capitana del “Demonio del Mar” y todos los barcos piratas retrocedieron y le abrieron paso. Entonces, Colombina navegó orgullosa mientras los más feroces bucaneros del Caribe la saludaban con mucho respeto. Era Colombina, la hija del marinero, y la pirata más conocida del Caribe, aunque no hubiera destruido ni un solo barco. Y allí estaba, parada en la proa de su bote, el famoso “Demonio del Mar”.

Desde entonces, Colombina siguió ayudando a su mamá en la tienda pero, por las noches, conversa con todos los piratas de la isla que vienen a consultarla para aprender nuevos trucos y siempre, siempre le preguntan si tiene noticias de su papá.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Réplica de barco pirata - Guayaquil, Ecuador.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El mono Sun


Hace más años de los que nadie puede contar, en el lejanísimo Imperio de la seda y de la pólvora, nació un mono muy especial. Lo llamaron Sun Houzi. La gente de su pueblo decía que había nacido de un huevo de piedra y que su madre había sido una roca tan antigua como el tiempo. Y aunque nadie estaba muy seguro de que esta historia fuera cierta, lo trataron con respeto desde muy chiquito.

El pequeño Sun vivía en una granja cercana a la Ciudad Secreta, que era el corazón del Imperio, y pasó su infancia haciendo todas las monadas, monerías y monigotadas que se le ocurrieron. Desde esconderle la gorra en un pote de miel a su amable cuidador Huan Zu hasta llenar de piedritas los engranajes del molino de arroz, que se atascó haciendo un ruido espantoso.

Pero, cierto día, el pequeño Sun se dio cuenta de que podía hacer algo más que monadas, monerías y monigotadas. Esto sucedió por casualidad, cuando intentaba entrar a robar nueces de la despensa de la granja por una ventana muy chiquita. Después de meter el brazo cuan largo era, de atascarse la cabeza en los barrotes y de estirar las patas dentro de la despensa sin llegar a su objetivo, se enojó y tomó un palo para golpear la ventana. En ese momento, pensó:
—Ojalá fuera del tamaño de un ratón.

E, instantáneamente, se convirtió en un monito mínimo, tan chico como el ratón más pequeño. Un rato después, y mientras intentaba romper con el palo las nueces robadas, Sun volvió a pensar:
-—Ojalá fuera tan grande y fuerte como Huan Zu para abrir estas nueces de un solo golpe.

E, instantáneamente, se convirtió en un mono grande, del tamaño de su cuidador. Y mientras rompía y comía una montaña de nueces, pensó otra vez:
-—Aquí hay algo raro. ¿Será que este palo hace lo que yo le pido?

Y, efectivamente, así era. Sun se pasó el resto de la tarde pidiendo ser tan chico como una hormiga, una mosca o un grano de arroz, y tan grande como un buey, una choza o la carreta de Huan Zu. El palo respondió puntualmente a todos sus deseos hasta de Sun se cansó del juego y se quedó dormido.

Pasaron algunos años y Sun creció haciendo nuevos descubrimientos. No solamente podía usar su palo mágico para agrandarse y achicarse, sino que también podía hacer que las nubes arrojaran lluvia sobre la granja para tener un enorme barrial donde remojarse y ensuciarse a gusto. O también podía hacer que las frutas jugosas cayeran de los árboles a su paso para empacharse. Y lo peor es que también podía curarse el empacho con sólo desearlo.

Las habilidades de Sun llegaron a oídos del Emperador Jade, soberano del Imperio, que inmediatamente pidió que lo llevaran a su presencia y ordenó que lo nombraran Rey de los Monos y Cuidador de los Establos Celestiales.

Pero muy pronto, Sun descubrió que esos trabajos lo aburrían soberanamente. El Emperador le parecía un mequetrefe tonto y soberbio, y las ceremonias del palacio le resultaban insoportables.
—Yo soy mucho más que estos cortesanos ridículos —se dijo un día—. Puedo hacer mucho más, y lo haré porque mi magia es más fuerte. Soy un sabio más grande que el mismo cielo.

Cuando el Emperador se enteró de estos dichos, intentó conformar a Sun nombrándolo Guardián de los Duraznos de la Inmortalidad, que era un cargo delicadísimo y reservado a muy pocos miembros de la corte imperial. Sin embargo, lo primero que hizo Sun cuando entró en el Jardín de los Duraznos de la Inmortalidad, fue darse una panzada de fruta tan grande que dejó pelado el Jardín.

Ahí se acabó la paciencia del Emperador y lo mandó arrestar. Y así, el mono Sun fue a parar a una de las celdas más oscuras, húmedas y subterráneas del palacio. Allí, privado de su palo mágico, descubrió que tampoco conservaba todas sus otras artes. Por más que se esforzara, no podía convocar nubes ni hacer que su celda se llenara de frutas jugosas.

Entonces, el mono Sun se puso triste, golpeó las paredes de piedra de su celda, pataleó su cama de paja, reclamó en vano su palo de los milagros, tiró al piso toda la comida que le llevaron y apenas bebió el agua que le acercaban sus carceleros.

Cuando ya estaba a punto de morirse de hambre, una tenue luz alumbró su celda.
—Te sacaré de aquí, amigo Sun —dijo una voz misteriosa.
—¿Y qué tengo que hacer? —preguntó Sun con un hilo de voz.
—Tendrás que hacer muchas cosas que todavía no puedo contarte —volvió a decir la voz—. Y deberás encontrar el camino para ser el mono que realmente eres.
—De acuerdo —dijo el mono—. Pero, ¿quién me habla?
—Soy el que soy.

Acompañando las palabras de la voz misteriosa, Sun olió un delicado perfume y entrevió una luz que pronto se apagó. El mono se pasó el resto de la noche pensando en lo que significaba ser el mono que realmente era. Por supuesto que no era un mono común, ni un mandril, ni un mono araña, ni un babuino, ni un macaco, ni un mono tití. Tampoco era un súper mago ni el dueño del mundo, ni el mono preferido del Emperador, puesto que estaba encerrado en esa celda.

Cuando las primeras luces de la mañana entraron por entre los barrotes de la ventana, Sun entendió y dijo:
—Yo también soy el que soy. Ni más, ni menos.

Repentinamente, las paredes de la celda se disolvieron y Sun se encontró cara a cara con la voz, que tenía el aspecto de una persona amable y sonriente que le dijo:
—Finalmente resolviste el enigma.

Desde entonces, el mono Sun cumplió con su promesa y realizó muchas hazañas, no para complacer a nadie sino para seguir siendo quien era. Y cuenta la leyenda que voló hasta el extremo del universo y que siguió a la voz que lo había liberado durante catorce años, viviendo fantásticas aventuras.

Leyenda china.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Máscara del mono Sun en las representaciones de la Opera de Beijing, tomada de la página China Chuanhua

sábado, 24 de septiembre de 2011

Noche de brujas


Los aquelarres suceden en sitios imprevisibles y, esa noche, la cita fue en una sala de terapia intensiva. Como casualmente yo estaba allí, internada en gravísimo estado, tuve la suerte y el privilegio de participar. Mis amigos se admiran cuando les cuento la experiencia del vuelo, pero no me creen.

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Palabras de hilo


La anciana Wattawai se despertó esa mañana, mecida por un suave tironeo de la hamaca en que dormía. La que intentaba despertarla era su nieta Mayeesei.

Fiel a la costumbre wayúu de contarle los sueños a alguien inmediatamente después de abrir los ojos, Mayeseei había tirado muy despacio de los flecos que colgaban a los lados del chinchorro -la colorida hamaca en que descansaba su abuela- con la esperanza de sacarla sin violencia de su descanso.

Mayeesei no podía hablar –precisamente, su nombre significaba “sin lengua”- pero por medio de señas le indicó que había soñado que se le caía una muela. Luego, hizo un gesto de preocupación.
Wattawai sonrió bostezando y tranquilizó a la jovencita.
— No se preocupe, m’hijita, que yo tengo vida para rato. Por algo mi nombre quiere decir “vida larga”. Que sueñe que se le cae una muela no siempre quiere decir que su abuela se va a ir de este mundo. ¿Está segura de que no le duele una muela? A lo mejor se le malogró y de ese dolor viene el sueño.

Mayeesei hizo un gesto con la cabeza que indicaba que era posible. Cuando su nieta se alejó para comenzar los trabajos de la mañana, Wattawai se quedó un momento trenzando pensativa su larga cabellera blanca. Ella también había soñado esa noche. Un sueño raro que no conseguía descifrar. Pero Maseeyei era demasiado joven como para contárselo. Imágenes como ésas necesitaban que las interpretara alguien con mucha experiencia y, por ahora, la abuela era la más experta del pueblo. Todo el mundo acudía a ella para decirle, por ejemplo, que había soñado con culebras verdes o con una bandada de pericos. Eran cosas sencillas de adivinar: buenas cosechas, muchos hijos.

No. El sueño de Wattawai había ocurrido poco antes de que su nieta la despertara, lo que indicaba que el suceso estaba próximo. ¿Pero cuál era? No había sido una pesadilla de ésas con vacas babeantes, que anuncian las enfermedades del pecho. Ni con mordeduras de perros, que previenen un ataque de pueblos vecinos. Más bien había sido un sueño extraño pero tranquilo.

En él, la abuela estaba sentada en su habitual silla de hilar y tenía a sus pies un elevado montículo de hilos de algodón. Los resplandecientes colores se entremezclaban, rojos, amarillos, verdes, azules, negros, en una intrincada y revuelta trama. Wattawai se inclinó hacia ellos, vagamente molesta por el trabajo que le daría desenmarañarlos. Tomó un montón de fibras anudadas y vio, con sorpresa, que en el centro de ellas había una araña color esmeralda con largas patas verdes que la miraba con sus ojillos brillantes. Sobresaltada, la abuela intuyó que estaba ante Waleker, la mítica araña que les había enseñado a tejer a las mujeres de su pueblo. Poco a poco, la cabeza del insecto se fue desdibujando hasta adquirir los rasgos de su nieta, Mayeesei. Y, de pronto, de su boca comenzaron a salir hilos de algodón que inmediatamente se combinaron en asombrosos dibujos cambiantes como el sueño. Aunque no podía verlos con claridad, la abuela intuyó que contaban historias del pueblo wayúu, de su pasado y de su porvenir. De esa visión extraordinaria la había sacado el suave sacudón de la hamaca esa mañana.

Mientras frotaba con arena una olla tiznada, Wattawai repasó cuidadosamente el sueño y llegó a una conclusión. Sabía que, durante el descanso nocturno, voces de otros mundos les hablaban a los humanos. Todos soñaban pero no todos sabían interpretar sus significados. En este caso, la transformación de Waleker, la mujer araña, le decía algo acerca de su nieta muda. Y, de pronto, la anciana comprendió.

Buscó a Mayeesei en la pequeña huerta donde cuidaba las yucas, los frijoles y el maíz y la llamó para que se sentara a su lado.
— Estuve pensando en lo que me dijo esta mañana y ahora yo quiero contarle el sueño que tuve.
Así lo hizo, con pelos y señales ante la mirada un poco sorprendida de su nieta que, al final del relato, hizo con la cabeza un gesto de interrogación.
— Creo, m’hijita, que Waleker me dijo que usted tiene que hablar a través del tejido porque tiene un gran poder para entender los sueños. Por eso, le voy a enseñar todo lo que sé sobre el arte de la aguja, el algodón y los tintes. Con los dibujos que haga, va a poder decirles a los demás lo que significan sus sueños, tan bien o mejor que si hablara.

Esa misma tarde, Mayeesei empezó a practicar con el ganchillo y varios ovillos de colores bajo la dirección de su abuela. Unas horas después, ya tenía una minúscula pieza de tela en la que se veían, torpemente dibujadas, una mujer grande y otra más pequeña. La mujer grande le daba a la pequeña un objeto verde cuya forma no se alcanzaba a distinguir.

Cuando la abuela lo vio, asintió, sonrió y pensó para sus adentros: “A lo mejor no me tengo que morir hoy, como dice el sueño de la niña con su muela. Tal vez tengo que enseñarle todo lo que sé. Porque en ella vive un espíritu más sabio, que pronto tomará mi lugar para ayudar a nuestra gente.”

Cuento de Graciela Pérez Aguilar, inspirado en una tradición wayúu.
Foto: Tejido wayúu, tomada de la página Cultura wayúu.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Nadie debería perderse un ecodoppler


Recomiendo fervientemente la experiencia de hacerse un ecodoppler. No es sencilla porque la medicina actual no favorece el goce estético. Pero, ¡qué sensación subacuática e inolvidable acompaña el poderoso sonido de la sangre corriendo por las venas! Ballenas y delfines deben saber algo al respecto porque, desde hace un tiempo, atosigan con mensajes incomprensibles mi casilla de mail.

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El Padre de los Sueños


Hace tanto tiempo que la memoria no puede siquiera imaginarlo, el compasivo Padre de los Sueños vivía con sus hijos en una tierra nebulosa y lejana. Por aquel entonces, las noches de los seres humanos eran una vigilia eterna que jamás les daba descanso. Cuando cerraban los ojos, no encontraban sosiego en medio de tanta negrura, y volvían a abrirlos, asustados.

Pero sucedió que el Padre de los Sueños quiso embarcarse con sus hijos para llevarlos a una isla encantada, sin nieblas ni distancias, donde resplandecieran los pájaros dorados, las frutas fragantes y la hierba esmeralda. Donde el agua sonara cristalina entre las piedras negras, como plata fluyendo sobre carbón. Así, fletó una nave hecha con tablones de oscuridad y velas de luz, para navegar los océanos de la Tierra rumbo hacia ella.

Mientras recorrían el largo camino sobre las olas, cierta noche encontraron un barco desmantelado por la tempestad. Los mástiles quebrados, el casco agujereado y el velamen en jirones. Sobre la cubierta, los marineros agotados miraban el cielo con los ojos muy abiertos. Sin poder dormir, esperaban otra arremetida del Dios de las Tormentas que los venía persiguiendo desde hacía días. Ignorantes de las tradiciones, los desdichados navegantes habían partido sin hacer las ofrendas correspondientes y el Dios, furioso, los azotaba con viento, rayos, lluvias y granizo. Ahora, iban a morir de miedo y cansancio.

El Padre de los Sueños sintió pena y quiso ayudarlos. Habló brevemente con sus hijos y les pidió que se deslizaran bajo los párpados de los hombres para darles descanso. Ellos así lo hicieron y, un momento después, todos los marinos cayeron profundamente dormidos y soñaron con sus casas y sus seres queridos.

Pero el temible Dios de las Tormentas había visto todo desde su morada de nubarrones y juró vengarse. Nadie podía ayudar a quienes no demostraban respeto por él. Por eso, reunió las nubes más negras, los vientos más arrasadores y los peores rayos. Luego, los lanzó con toda su furia contra la nave del Padre y sus hijos.

La espantosa tormenta no podía destruir una nave hecha con tablones de oscuridad y velas de luz, pero la alejó de su rumbo y la fue llevando hasta la isla más remota y árida del océano. Luego, hizo un cerco huracanado para evitar que salieran.

En esa isla perdida, el Padre de los Sueños y sus hijos permanecieron durante mucho tiempo. Allí no había nada más que tierra seca, arbustos retorcidos y el silbido furioso de los vientos que levantaban hasta las piedras pequeñas del suelo. Y, poco a poco, los sueños empezaron a languidecer de tristeza y aburrimiento. Sus ojos transparentes se nublaron con un tenue humo lechoso y sus rostros se volvieron todavía más pálidos.

Preocupado, el Padre buscó una salida para evitar que sus hijos terminaran por desaparecer del todo. Observó largamente los crepúsculos y vio que el Dios de las Tempestades amainaba su furia a esa hora. Apenas descendía sobre la Tierra el reino de la Noche y de la Luna, el vengativo Señor de los Huracanes se retiraba a su morada de nubes hasta el día siguiente.

A partir de ese momento, el Padre de los Sueños permitió a sus hijos emprender el vuelo y salir de la isla apenas comenzaban a aparecer las primeras sombras nocturnas. Y, desde entonces, ellos se esparcen por la Tierra y se deslizan debajo de los párpados de los seres humanos. Según el carácter de cada uno, brindan dulces sueños o penosas pesadillas y, apenas despunta el alba, regresan a la isla para descansar.

Leyenda árabe.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Morfeo, tomada de Internet.

martes, 20 de septiembre de 2011

Una vuelta en perro


—Estoy aburrida —dijo la pulga Plic.
—Yo también estoy aburrida —contestó la pulga Ploc.
—¿Por qué no damos una vuelta en perro? —preguntó la pulga Plic.
—¡Qué buena idea! Me parece que allá viene un lindo pichicho. ¡Vamos! — dijo la pulga Ploc.

Por la vereda del sol venía caminando despacito Ramón, un perrito peludo y marrón que vivía en la cuadra. Cuando Ramón se acercó, las dos pulgas aburridas pegaron un salto y se le subieron en el lomo. ¡Plic! ¡Ploc!
—¡Auuuch! –—gritó Ramón cuando sintió el picotazo de las pulgas. Y empezó a rascarse desesperado con la pata trasera.
—¡A-a-a-ay, este perro parece un terremoto, Plic! —dijo Ploc.
—No te preocupes, ya se le va a pasar —contestó Plic

Las dos pulgas se agarraron bien fuerte a los pelos del perrito hasta que dejó de rascarse y siguió caminando. Pero enseguida Ramón pasó por la vereda que estaba lavando doña Elda, la vecina distraída. Cuando el chorro de agua de la manguera empapó a Ramón, las dos pulgas también se mojaron.
—¡Glub! ¡Cof! ¡Cuajj! —dijo Plic.
—¡Pufff! Estoy empapada —protestó Ploc.
—No te preocupes —contestó Plic —. Esto que estamos haciendo es turismo de aventura.

Pero una cuadra después, Ramón se encontró con su peor enemigo. Batman, el enorme perro ovejero salió a ladrarle como siempre. Y Ramón corrió más rápido para escaparse.
—Ayyyyyy, Ploc —gritó Plic—. Este perro va a cruzar la calle y el semáforo está en rojo... ¡¡¡Vienen los autos!!!

Las dos pulgas cerraron los ojos y recién los abrieron en la cuadra siguiente. Ramón seguía caminando lo más tranquilo y dio la vuelta a la manzana. Pero allí lo esperaba su dueña.
—¡Ramón! —le dijo la señora— ¡Otra vez te escapaste! ¡Seguro que tenés un montón de pulgas!

Plic y Ploc saltaron del lomo de Ramón justo antes de que la dueña se lo llevara a la casa para despulgarlo.
—¡Qué susto! —dijo la pulga Ploc.
—Pero fue divertido —dijo la pulga Plic.
—Es cierto —contestó Ploc . ¿Cuándo pasa el próximo perro? Me encanta esto del turismo aventura...

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Perro callejero, tomada del sitio Soloenvenezuela.

lunes, 19 de septiembre de 2011

El gato Pérez


El gato Pérez era chiquito pero valiente. Tenía ese nombre porque una vez se había peleado con otro gato más grande. El gato grande le había dicho que era tan chiquito que parecía el ratón Pérez. Y aunque ganó la pelea, igual le quedó el nombre: gato Pérez.

El gato Pérez vivía en la calle, debajo de los autos y en las casas abandonadas. Comía lo que la gente dejaba en las bolsas de basura y de vez en cuando el carnicero de la esquina le daba un pedazo de salchicha. En las noches de frío se metía dentro de un medidor de luz vacío y en las mañanas cálidas se desperezaba en la vereda. Al gato Pérez le encantaba tomar sol, buscar huesos de pollo y oler todo lo que se le ponía cerca. Pero no le gustaba nada el perro de la casa de ventanas verdes, ni la vecina que lo espantaba con la escoba.

Una noche, el gato Pérez estaba en la vereda cuando oyó que alguien decía:
—¡Mami, mirá qué lindo gatito! ¡Vamos a llevarlo a casa!
—Bueno, Guido, si te gusta lo llevamos.

Unas manos lo levantaron de la vereda y lo llevaron en el aire hasta el interior de una casa. Esas mismas manos lo pusieron sobre una alfombrita y le acercaron un plato de leche.
—¡¡¡Uffff!!! —pensó el gato Pérez—. ¿Esta gente sabrá que a mí me gusta más la salchicha?

Al día siguiente, todo fue peor. Guido le tiraba de las orejas y de la cola, lo montaba a caballito y lo alzaba patas arriba como si fuera un osito de peluche.
—¿Cómo les explico que todo esto me cansa mucho? —pensaba el gato Pérez mientras se imaginaba cómo volver a la calle.

Pero, por esa noche, decidió quedarse en la casa. Como los gatos pueden ver en la oscuridad, Pérez entró en la habitación de Guido y algo le llamó la atención. El nene estaba con los ojos muy abiertos y tenía cara de miedo. Entonces, el gato saltó arriba de la cama y se le puso muy cerca.

De a poquito, Guido empezó a rascarle la cabeza y Pérez empezó a ronronear. Rasca que te rasca y ronronea que te ronronea, a Guido se le pasó el miedo y se quedó dormido.

Después de esa noche, más que amigos se hicieron inseparables. Guido dejó de tirarle de las orejas y de la cola. Ahora, Pérez come alimento balanceado especial para gatos pero de vez en cuando la mamá le pone un poco de salchicha.

A veces, el gato Pérez extraña la calle y oler los huesos de pollo de los tachos de basura. Entonces, se va por los techos y vuelve un rato después con el morro todo arañado. Pero le gusta muchísimo acostarse en la cama de Guido por las noches. Se hace un montoncito a su lado mientras se lame durante un rato largo. Y lo bueno es que Guido ya no tiene miedo.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Pelusa.

domingo, 18 de septiembre de 2011

La ira en Arcadia


El pequeño país de Arcadia tiene una manera especial de lidiar con la ira. Cuando sus habitantes acumulan demasiado enojo, introducen dos dedos en su garganta y vomitan un pequeño escarabajo negro, de mandíbulas grandes y afiladas. Luego, lo llevan a una enorme pileta pública.

Cuando la pileta se llena de escarabajos, arrojan en ella a media docena de los habitantes menos populares. Luego de un par de horas, cubren todo con tierra hasta la siguiente oportunidad.

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.

El loro del pirata


El pirata Barbasucia tenía un loro muy inteligente llamado Flint. A veces, el loro escuchaba las conversaciones de los marineros en la taberna del puerto y después le contaba a su patrón los chismes sobre tesoros ocultos. También sabía leer mapas y reconocía las amenazas de tormenta. Cada vez que el mar estaba dudoso, se paraba en la punta del palo mayor y estiraba las alas en la dirección del viento. De vuelta sobre el hombro de Barbasucia, le decía al oído:
— Viene un huracán desde las Bermudas. En doce horas se nos van a volar las plumas. Mejor entremos en aquella bahía.

Barbasucia le hacía caso y su nave escapaba del temporal mientras todas las demás se hundían como piedras.

Gracias al ingenio de Flint, el pirata y sus hombres habían reunido un tesoro de monedas de oro sin necesidad de pelear. Por eso, y porque tenía buen corazón, Barbasucia quería mucho a su loro.

Una tarde, mientras el pirata tomaba fresquito en la cubierta del barco, Flint se paró sobre su hombro y le dijo:
— Capi, me parece que sería bueno esconder el tesoro en bsss… bsss… bsss…. Pero después tiene que poner la piedra y bsss… bsss…. bssss.

Trabuco, el contramaestre del barco, alcanzó a escuchar algo de la conversación, pero no pudo entender todo. Sin embargo, la palabra “tesoro” le resultó clarísima. Y enseguida pensó que ese secreto le iba a interesar mucho al feroz Parchenegro, el peor enemigo de Barbasucia. Hacía tiempo que el contramaestre quería unirse al malvado bucanero y una noticia como ésa era una buena carta de presentación.

Cuando llegaron a puerto, ni lerdo ni perezoso, Trabuco corrió a la taberna y le contó todo a Parchenegro..La mención del tesoro hizo pegar un salto al siniestro pirata, que tiró todo el ron por el piso. Pero después de llenar nuevamente su vaso, le preguntó al contramaestre:
—. ¿Qué me propones y qué pides a cambio?
— Bueno, capitán… Por cincuenta monedas de oro puedo traerle al pajarraco. Y usted me deja formar parte de su tripulación.
— ¡Trato hecho!

Barbasucia y Flint estaban siempre juntos y pasaron muchos días hasta que Trabuco encontró la oportunidad. En un descuido del capitán, el traidor contramaestre entró en su camarote, metió a Flint en una bolsa y corrió a llevárselo a Parchenegro.
— Vamos a ver si este plumífero nos revela su secreto — dijo el pirata mientras lo desembolsaba y lo ponía sobre una percha.

Y allí se quedó el pobre loro, más verde todavía del susto, mirando cómo Trabuco recibía sus cincuenta monedas de oro y salía por la puerta de la cabina.
— Ahora, vas a contarme todo o te convierto en sopa de loro. ¿Dónde está escondido el tesoro? —le dijo Parchenegro cuando se quedaron a solas.

Flint trató de ganar tiempo y, como el miedo lo había vuelto medio poeta, canturreó con voz finita:
— El tesoro del pirata
está en un cofre de lata.
Tiene monedas baratas
y un montón de garrapatas.
— ¡Ahhhhhhhhh! Aquí hay un loro que se cree muy vivo pero va a terminar muerto — dijo Parchenegro, y lo agarró del pescuezo haciéndole volar varias plumas por el aire.

El horno no estaba para bollos y Flint comprendió que no tenía escapatoria. Entonces dijo:
— El tesoro del pirata
está en la mina de plata,
detrás de la catarata,
bajo una piedra chata.
— ¡Ya era hora — exclamó Parchenegro.

Entonces, reunió a todos sus hombres y partieron, llevando a Flint, hacia la vieja mina de plata abandonada. Una vez allí, buscaron la entrada secreta que solamente el loro y Barbasucia conocían. Estaba escondida detrás de una caída de agua cercana y por ahí entraron Parchenegro y sus secuaces. Entonces, el malvado capitán soltó al ave.
— ¡Ahora, muéstranos dónde está el tesoro! — le gritó.

Flint voló hasta una piedra chata que estaba en la parte de arriba de la galería, se paró sobre ella y dijo:
— Quiten esta piedra chata,
que está abajo de mis patas.
Aquí, sin más perorata,
está el oro del pirata.

Lo hombres se abalanzaron hacia la piedra y empezaron a quitarla de su lugar, mientras el loro escapaba buscando la salida. Pero, justamente, esa piedra sostenía la viga principal del techo y todo comenzó a desplomarse. Una montaña de tierra y escombros cayó sobre los bucaneros, tapándolos sin remedio.

Desde la rama más baja de un árbol cercano, fuera de la mina, Flint escuchó el estruendo y las maldiciones mientras seguía canturreando:
— ¿Dije el oro del pirata?
Quise decir, sin más data
que sobre la piedra chata
está el loro del pirata.

El loro esperó hasta asegurarse de que los enemigos de Barbasucia y el secreto de su tesoro estuvieran bien guardados Después, voló muy contento hacia la costa para reunirse con su querido capitán y emprender juntos nuevas aventuras por los azules mares del Caribe.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Guacamayo.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Remedios para melancólicos


Es sabido que los pacientes internados durante cierto tiempo experimentan un síndrome que, a veces, se llama hospitalismo y produce depresión y melancolía. Modestamente, imagino que se podría paliar llevándoles ramos de malvones o crisantemos, olor a pis del gato familiar, pasto mojado por la lluvia, ruidos del tránsito de la calle en que viven, olor a guiso de mondongo o a ternerita con arroz, conversaciones de los vecinos y el tacto de las sábanas de sus propias camas. Claro que no siempre es posible introducir subrepticiamente todo eso dentro del bolso que intentamos pasar por la guardia.

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.

viernes, 16 de septiembre de 2011

El quirquincho que quería ser músico


Había una vez un quirquincho que vivía en un alto arenal de la cordillera. Ya tenía muchos años y siempre le había gustado la música. ¡Le gustaba más que nada en el mundo!

Por la noche, escuchaba el silbido del viento entre los arbustos. Después, pegaba la oreja al suelo y oía el lejano tambor de las piedras, crujiendo por el frío. Más tarde, al amanecer, sentía el canto de los pájaros y se iba a dormir feliz, acunado por esa música. Antes de cerrar los ojos, todas las madrugadas exclamaba:
— ¡Si yo pudiera cantar, sería el quirquincho más feliz de la tierra!

Las vicuñas, las llamas y sus compañeros quirquinchos se burlaban un poco de él:
— Vas a cantar el día que las lagartijas vuelen —le decían.

Pero él no se ofendía.
— Cuando alguien quiere tanto una cosa, termina por conseguirla —les contestaba—. Y yo siento que la música está en mi corazón.

Un día, el quirquincho descansaba en el hueco de una roca cuando algo lo sobresaltó. ¡Era el sonido más hermoso que jamás hubiera soñado! Se asomó despacito para ver de dónde venía y descubrió a un viajero que cruzaba el arenal. Para acompañarse, el hombre soplaba un trozo de caña agujereada.

La melodía que salía de la caña inundó el alma del animalito y lo llenó de una inmensa emoción. Con lágrimas en sus ojos negros, siguió al caminante hasta que las patas cortas no le dieron más. Y aun así, se quedó escuchándolo hasta que se convirtió en una figurita perdida en el horizonte.

Todos los habitantes del arenal hablaban de un hombre muy sabio, llamado Sebastián Mamani, que vivía en un ranchito cerca de la aguada. Y hasta allí fue el quirquincho, para ver si podía hacer realidad su sueño de cantar melodías tan hermosas como las del viajero.

El hombre, que entendía el lenguaje de los animales, prestó mucha atención a sus palabras. Después pensó un rato y le dijo:
— Voy a cumplir tu sueño, pero no va a ser ahora. Va a ser cuando la Pachamama, nuestra Madre Tierra, te lleve con ella.
— ¡Pero yo quiero que sea ahora! —protestó el quirquincho.
— Ya lo sé, mi amigo —dijo don Sebastián—. Pero, como bien decís, cuando alguien quiere tanto una cosa, termina por conseguirla, no importa en qué momento.

El quirquincho volvió a su arenal y pasó lo que le quedaba de vida soñando con el momento en que Sebastián Mamani cumpliera su promesa. Y cuando la Pachamama lo tomó en sus manos para acunar su corazón de animalito bueno, el hombre sabio vino a recoger lo que había quedado de él. Tomó su caparazón y, mientras cantaba una melodía misteriosa, le agregó madera y cinco pares de cuerdas.
— Ahora, amigo, ¡tu canto va a sonar para siempre en toda esta tierra!

Y así fue como el quirquincho que quería ser músico se transformó en charango. Y, desde entonces, el sonido de su corazón acompaña las alegrías y las tristezas de la gente del altiplano.

Leyenda boliviana.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Quirquincho. Tomada de la página InfoAnimal

jueves, 15 de septiembre de 2011

El mapa del tesoro


El pirata Malamuerte saltaba en su pata de palo. Había encontrado, sobre la mesa de la taberna del puerto, un mapa del mar Caribe. Allí estaba señalada, con una cruz roja, una isla con un cartelito que decía: AQUÍ ESTÁ EL TESORO.

Malamuerte no le hizo caso a su loro Bermúdez cuando le dijo, desde arriba del hombro:
—¿No es raro que dejen tirado un mapa así sobre una mesa?

El temible pirata reunió a su tripulación. Enseguida izaron las velas de su barco, el “Terrorífico” y salieron navegando a todo trapo hacia la isla.
—¡Pongan la proa hacia el norte! ¡Cuidado con los arrecifes! ¡Todo el timón a estribor! —gritaba Malamuerte.
—A babor, capitán —le recordaba con paciencia el loro—. “Babor” es la izquierda y “estribor” es la derecha”.
—Bueno, eso, hagan lo que dice Bermúdez —rugía el pirata.

El “Terrorífico” cruzó las aguas del mar Caribe llevado velozmente por el viento durante varias horas. De pronto, Malamuerte vio, por el largavista, que muchos otros barcos iban hacia el mismo destino.
—¡Ahí está el barco de mi archienemigo Parche Negro! ¡Y el de Garfio Verde! ¡Y el del Calavera! ¡Preparen las armas que vamos a pelear por el tesoro!

Cuando llegaron a la playa, los feroces piratas, armados hasta los dientes, escucharon una musiquita que venía desde la selva cercana. Se miraron con mala cara y arremetieron a los machetazos contra las palmeras, los helechos y las lianas.
—Hágame caso, capitán, aquí hay caimán encerrado —le decía Bermúdez a su jefe.
—¡Callate, loro, o te desplumo.
—Lo que usted diga, señor.

Pero cuando llegaron a un claro de la selva, se quedaron boquiabiertos. La musiquita salía de un gran quiosco llamado “El tesoro”, rodeado por mesitas con sombrillas. Por todos lados había carteles que ofrecían “La cajita del pirata feliz”, “El combo de hamburguesa de tortuga”, “El flip de mandioca frita” y “La lata gigante de Tropicola”.

Derrotado y hambriento, Malamuerte se sentó en una mesita y pidió el combo de tortuga con un vaso de Tropicola. Mientras comía, para colmo tuvo que escuchar al loro Bermudez que, desde arriba de su hombro cantaba la letra de la musiquita:

“El tesoro del pirata,
comida rica,
bebida en lata,
en nuestra isla,
por poca plata”.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Internet.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Olegario, el inventor


Olegario era inventor desde chiquito. A los cinco años ya había inventado una máquina para contar hormigas. Las hormigas pisaban una hojita, que movía un palito, que hacía caer una bolita dentro de un envase de yogur. Una hormiga, una bolita. Tres hormigas, tres bolitas. Cada cien hormigas, Olegario vaciaba el envase y ponía una bolita más grande que quería decir “cien”. Y así sucesivamente.

A los seis años inventó un “bolso portagatos” que tenía forma de gato, con un agujero adelante para que el animalito sacara la cabeza y otro agujerito atrás para que sacara la cola. Pero Froilán González, el minino de la casa no quiso ser piloto de pruebas y al tercer intento de meterlo adentro, el bolso quedó hecho tiras.

Entre los siete y los once años, Olegario inventó una máquina para sacar la pelusa del ombligo que no funcionó porque hacía muchísimas cosquillas. También inventó un aparato para peinar osos panda gigantes, pero como sólo existen en China nunca pudo probar su invento. A su mamá no le gustó el aparato de alisar lechuga porque la dejaba lisita pero achicharrada y a su papá no le interesó mucho la máquina para tocar melodías con un pan flauta porque no tenía nada de oído musical. En fin... que Olegario tenía buenas ideas pero era un inventor incomprendido.

Y resulta que, un día, Olegario se enamoró de Clotilde, la chica más inteligente del barrio que sí lo comprendía.
—Ole, inventame un aparato para emparejar los agujeritos de las letras O, que me salen mal –—pedía Clotilde.
—Enseguida te lo invento, Cloti, y además, con lo que sobre de los agujeritos de las O, podés poner los puntos de las I —respondía Olegario. Y a los dos días el invento estaba listo.
—Ole, inventame una máquina para pasear demonios de Tasmania —decía Clotilde.
—¿Qué son los demonios de Tasmania, Cloti? —preguntaba Olegario.
—Son bichos muy raros que viven en Tasmania, Ole —respondía Clotilde y, a los cinco días tenía la máquina en la puerta de su casa.

Así, Olegario y Clotilde crecieron juntos en amor y en inventos. Cloti tenía las ideas y Ole las realizaba. Juntos inventaron el martillo de goma para clavar clavos de chicle, los guantes con espinas para agarrar cactus, el trampolín para tirarse a la bañadera, el colador sin agujeros para no desperdiciar agua, la silla de una sola pata para ejercitar el equilibrio y la bicicleta de ruedas con zapatos para andar por la vereda.

La última vez que los vi (porque ya son grandes y viven enfrente de mi casa) estaban inventando una catapulta gigante para viajar al planeta Venus. Y seguramente lo consiguieron porque unos meses después recibí un mail que decía: “Querida Graciela, te escribimos desde el planeta Venus. No te imaginás lo linda que se ve la Tierra desde aquí...”.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: “Cafetera para masoquistas”, uno los objetos imposibles inventados por el genial Jacques Carelman. La imagen pertenece al sitio Cien años de perdón.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Un millón de hormigas


La topadora avanzaba amenazante hacia el enorme hormiguero.

Cuando una de las vigías dio la voz de alarma, novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve hormigas se apilaron unas sobre otras hasta formar una inmensa figura.

Cuando llegó la hormiga número un millón, la figura se cerró. Una aterradora hormiga gigante tomó entre sus tenazas la topadora y la hizo trizas. El conductor huyó despavorido.

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.

sábado, 10 de septiembre de 2011

El salmón de la sabiduría


Cuenta la leyenda que, antes de la llegada del pueblo de Dana a Irlanda, los antiguos duendes del bosque escondieron toda la sabiduría de su mundo en siete avellanos. Y, por esas misteriosas vueltas del destino, una de sus avellanas llegó hasta el mar. Y allí se la comió un salmón, que así logró convertirse en el ser más sabio de la Tierra.

Cuando los habitantes de Erín se enteraron de la existencia del extraordinario pez, salieron en su busca. El que comiera su carne tendría la suma del conocimiento pasado, presente y futuro. Pero el pez no tenía ni una escama de tonto y se las arregló para eludir redes, anzuelos y flechas por mucho tiempo.

Durante siete años, el poeta druida Finnegas había perseguido al mágico animal sin lograr capturarlo. Conocedor de las antiguas profecías, sabía que un hombre llamado Finn lo atraparía. Y el poeta estaba seguro de que ese hombre era él.

Pero aquí entra en la leyenda un joven príncipe, Demma MacCumhal, a quien sus amigos conocían con el apodo de Finn.

Viajando en busca de aventuras y experiencia, Demma llegó hasta el apartado lugar del bosque donde tenía su vivienda el druida. De inmediato, la inteligente vivacidad del joven agradó al anciano, que lo aceptó como discípulo.

Durante las frías noches de invierno, el muchacho aprendió cantares y poemas, historias y conjuros mientras preparaba la comida de su maestro. Hasta que un día, sin conocer el apodo de su alumno, Finnegas le encomendó la tarea de pescar al famoso salmón. El ya estaba demasiado viejo como para perseguirlo.

La facilidad, a veces, es uno de los disfraces del destino y muy pronto Demma volvió a la cabaña con el pez. Entonces, Finnegas le pidió que lo cocinara, no sin antes hacerle jurar que no comería ni una esquirla de su carne.

Fiel a las indicaciones de su maestro, el muchacho preparó un fuego y puso a asar al animal. Pero, de pronto, una gota de grasa cayó sobre las brasas y saltó al dedo del príncipe, provocándole una quemadura. Sin pensarlo, éste se llevó el dedo a la boca y chupó la herida. Instantáneamente, las puertas del conocimiento se abrieron en su mente.

Cuando regresó con el salmón asado, el druida supo, por el brillo de sus ojos, lo que había sucedido y lo increpó amargamente. Demma se desesperó porque amaba al anciano y no soportaba la idea de haberlo traicionado. Y fue allí que le contó acerca del apodo que le daban sus amigos. El era Finn. Como Finnegas era lo suficientemente sabio para aceptar el destino, impulsó al joven a que comiera todo el pescado, para cumplir la profecía.

Años después, Finn MacCumhal se convirtió en el capitán de los Fianna, una orden de caballería parecida a la de la Tabla Redonda, que fue la más poderosa de su tiempo, y se ocupaba de guardar las costas de Irlanda. Y cuenta la leyenda que, cada vez que se encontraba en alguna situación complicada que requería una sabia solución, se chupaba el dedo justo en el lugar de la quemadura y encontraba la respuesta.

Leyenda irlandesa.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Península de Dingle, Irlanda.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Ajedrez virtual


Los dos ajedrecistas habían jugado miles de partidas durante años. Conocían hasta los más sutiles vericuetos de sus mutuas defensas y ataques.

Esa tarde se sentaron frente a frente, ante una mesa vacía y se miraron por largo rato sin mover un músculo.
— Jaque mate —dijo finalmente uno de ellos.

El otro suspiró, extendió la mano e inclinó su rey invisible.

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Tarzán y el mono de Borneo




Esto que voy a contar sucedió muchos años después de la historia que todos conocen. Tarzán se había hecho famoso gracias a los libros que hablaban de sus aventuras, pero no era feliz. Se sentía harto de los turistas que acudían de todas partes atraídos por los relatos de sus hazañas.
—Venga, Tarzán. Póngase al lado del nene así le saco una foto —le decía uno.
—¡Ay, Tarzán, pegue el grito para llamar al elefante —pedía una señora.

Tarzán había visto crecer, alrededor de su cabaña, una selva de quioscos de choripán, vendedores de calcomanías, sucursales de la agencia “Tarzan’s Travel” y de la boutique “El rey de los monos”. Cada vez que salía de su cabaña, se le venía encima el club de admiradores:
—¡Idolo! ¡Genio! ¡No te mueras nunca! —le gritaban mientras intentaban arrancarle un pedazo del taparrabos de piel de tigre.

Y Tarzán corría hacia la selva tratando de escapar.

Ni siguiera le quedaba la mona Chita. Se la habían llevado para conducir el programa de televisión “Monerías” en la emisora local. De vez en cuando, los fines de semana, venía a visitarlo. Pero Tarzán se daba cuenta de que le encantaba el mundo de la farándula. Siempre estaba posando para la foto y se comportaba como una verdadera monada.

Hasta que, un día, Tarzán se cansó, se recontracansó de los turistas, de los vendedores y de los fotógrafos. Y lo peor de todo es que también se cansó de la selva, que ya no era la de antes. Esa noche dobló con cuidado su taparrabos, se vistió con una camisa y un pantalón y salió sigilosamente de su cabaña por la puerta de atrás.

Trepado en el acoplado de un camión, llegó hasta las costas de Africa. Se empleó como marinero en un buque de carga filipino y pasó muchas noches sobre cubierta, a la luz de la luna, contándoles historias a los otros marineros.

Hasta que el barco carguero recaló cierto mediodía en un puerto del sur del mundo. Tarzán se dio cuenta de que ya estaba lo suficientemente lejos. Entonces, puso sus cosas en un bolso, se despidió de sus amigos y bajó a tierra.

Feliz porque nadie lo conocía, hizo toda clase de trabajos. Construyó cabañas al borde de los lagos, cuidó jardines en casas de campo, fue carpintero, hachero y guardabosques. Así se le fueron pasando los años, el pelo se le puso muy blanco y la mirada muy sabia.



Una tarde de domingo, sin saber muy bien por qué, decidió visitar el zoológico de la ciudad. Aunque a Tarzán los zoológicos no le parecían nada lógicos, sentía una lejanísima nostalgia de la selva. Por eso, sacó una entrada y avanzó por los senderos de cemento que bordeaban el lago artificial. Su olfato reconocía antiguos olores y su oído percibía gritos, chillidos, rugidos y siseos que le eran familiares. Sin embargo, el espectáculo dominguero le resultó bastante absurdo: la gente de este lado, los animales del otro lado. Cada animal con su cartelito.
—Mirá qué lindo el león —le decía un señor a un nene que llevaba un globo de colores metalizados—. Parece un gato grande.

“¿Gato grande?”, pensó Tarzán recordando su feroz pelea con Numa, el rey de la llanura. El público del zoológico le hacía acordar a los turistas de los que se había escapado. Miraban las cosas desde afuera. No tenían que pelear por el pozo de agua ni sanar sus lastimaduras con emplastos de hojas verdes.

Un poco más adelante se encontró con el sector dedicado a los monos. Recorrió las jaulas de los chimpancés y de los babuinos. Contempló durante largo rato a los gorilas y a los monos araña. Se detuvo para mirar las gracias de los macacos y de los pequeñísimos titíes. Hasta que llegó a una jaula aislada, casi en los confines del zoológico. Allí estaba el mono de Borneo.

Esa tarde, Tarzán decidió pedir un puesto de cuidador. No le resultó muy difícil obtenerlo porque sabía muchísimo de animales. Le dieron un uniforme y una gorra y le encargaron el cuidado de la sección “Reptiles”. Cada día, después de alimentar a la boa constrictor y a las culebras de agua, el rey de los monos se iba a visitar al mono de Borneo. Se quedaba frente a la jaula mirándolo durante horas.

Hay que reconocer que el mono era feísimo. Tenía una pelambre parda que le caía como flecos y el rabo pelado de tanto sentarse en el cemento. No hacía monerías tales como dar vueltas carnero ni treparse por el enrejado. Pero tenía la costumbre de frotar una piedrita rojiza contra el piso de la jaula y eso fue, precisamente, lo que a Tarzán le llamó la atención.

El rey de los monos pasó tardes enteras en ese rincón perdido, mirando el dibujo que crecía sobre el cemento. Por suerte, nadie caminaba por allí, de otro modo, se hubiera asombrado de lo que veía. Porque esos garabatos contaban dos historias: la de un bebé humano perdido en la selva y la de un bebé mono solo en la ciudad. En rojo sobre gris aparecían dos leyendas que sólo Tarzán y el mono podían entender.



Un martes a última hora, el mono de Borneo terminó el dibujo. Tarzán llegaba a su jaula con un balde de agua y se dio cuenta. Por eso pasó lo que pasó.

Esa noche, dos siluetas se asomaron sigilosas a la ventana de la administración del zoológico. Los guardias estaban profundamente dormidos y, por eso, nadie oyó el interminable murmullo de pasos, trotes y galopes que sonaron entre las sombras.

Al día siguiente, los primeros visitantes se sorprendieron ante el anuncio de que el zoológico estaba cerrado “por tareas de mantenimiento”. Y unas semanas después, los noticieros afirmaron que se iban a licitar los terrenos para construir un hipermercado. “Todos los animales han sido transferidos”, dijeron sin dar más datos.

Las topadoras demolieron minuciosamente los templos hindúes y las grutas polares. El foso de los leones fue rellenado y los castillitos y glorietas se desarmaron, piedra por piedra. Finalmente no quedó casi nada en pie, salvo algunos rincones alejados. Hacia uno de ellos se dirigió una cuadrilla de operarios, martillo en mano, un viernes por la mañana. Se acercaron a una jaula abandonada, dentro de la cual crecía la maleza.
—¿Quién habrá hecho estos dibujos? —preguntó uno de los obreros.

Y, con el pico, comenzó a levantar los trozos de cemento del piso donde, en rojo sobre gris, se veía una larga caravana de cebras y jirafas, de tapires y pelícanos, de zorros, tigres, leopardos y tortugas que, junto con todos los otros animales del zoológico, caminaban hacia la selva, encabezados por Tarzán y el mono de Borneo.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Fotos: Choza africana, de Internet y Zoológico de Buenos Aires.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

La maldición


El hombre malvado, babeante, repulsivo y maloliente arrebató las últimas monedas de la anciana hechicera y salió corriendo.

Pero ella, mientras se levantaba con esfuerzo del suelo, alcanzó a extender la mano, hizo una señal con los dedos y lo maldijo:
— ¡Ojalá te enamores!

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.

martes, 6 de septiembre de 2011

Papiromanía


A lo mejor, todo empezó la tarde en que a Constanza se le ocurrió arrancar la última hoja del libro de lectura de segundo grado para hacer un barquito, como le había enseñado su abuelo.
—¡Coni, tenés que aprender que los libros no se rompen!

O quizás, había empezado unos años antes, cuando se dio cuenta de que con papel higiénico mojado se podían hacer figuritas.
—¡Coni, dejaste el baño hecho un desastre!

El asunto es que Constanza descubrió muy temprano los múltiples usos del papel y no paró hasta convertirse en una experta. Con la perforadora que estaba en el escritorio del papá hizo tanto papel picado que el piso quedó como después de un mal día en un ventisquero del Artico.
—¡Coni, ya mismo agarrás el escobillón y limpiás todo esto antes de que tu padre vuelva!

El abuelo también tuvo un poco que ver con el episodio de las serpentinas, porque le había contado que se usaban en los carnavales de antaño. Metros y metros de cintitas cuidadosamente recortadas, pegadas y enrolladas de manera artesanal fueron arrojadas con hábiles movimientos de muñeca hasta convertir el living en un espeso plato de tallarines.
—¡¡¡Coniiiiiiiiiiiii!!!

Para encauzar tanto despliegue creativo, los papás la mandaron a un taller de expresión plástica. Pero fue como enseñarle a un goloso los secretos del chocolate. Constanza escuchó deslumbrada la receta de la cartapesta y del papel maché. Los domingos eran una fiesta para ella. Esperaba pacientemente a que todo el mundo terminara de leer la edición dominical del diario y después la reducía a minúsculas tiritas con las que pegoteaba figuras armadas sobre alambre.
—¡Coni, es la última vez que te digo que saques esa porquería del lavadero!

Pero como también reducía a tiras los libros que le regalaban, la familia se preocupó seriamente.
—Así nunca va a aprender a respetar la literatura — dijo una tía.
—Lo que pasa es que es una artista plástica en potencia – dijo otro tío más conciliador.
—¿Por qué no la mandan a un psicólogo? —dijo el tercer tío.

El verdadero problema de Constanza apareció cuando le regalaron un libro que le gustaba mucho. Lo leyó de punta a rabo varias veces y le dio pena hacerlo tiras. Estuvo unos cuantos días dándole vueltas a la cuestión y finalmente tomó una decisión. El único modo de reunir sus dos vocaciones era construir una figura que tuviera que ver con todas las páginas de ese libro y de todos los libros que trataran el mismo tema. Muy educadamente les pidió permiso a los papás para ocupar el garage abandonado en “un nuevo proyecto” que seguramente no iba a molestarlos para nada.

Gracias a este acuerdo, Constanza recortó, trasladó y pegó con la técnica de la cartapesta cientos de miles de páginas en el garaje de sus papás. Así, leyó y pegó “Sandokan”, “Los tigres de la Malasia”, “Los dos tigres”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”, “La isla misteriosa”, cincuenta ejemplares de la revista de la National Geographic, “Los trabajadores del mar”, de Victor Hugo, “Moby Dick”, todos los suplementos turísticos del diario de los domingos, las páginas de la enciclopedia familiar que contenían la palabra “mar”, algunos libros de Joseph Conrad que trataban el tema, una vieja novela llamada “Tifón”, otro libro titulado “Naufragios, batallas y tragedias en la mar”. Una serie de fascículos sobre los Argonautas editados en papel brillante le vinieron como anillo al dedo, igual que los libros de Cousteau, los diarios de viaje de Colón y la Odisea completa, incluyendo el prólogo y las notas al pie.

La familia estaba encantada de que Constanza leyera tanto porque sacaba las mejores notas en el colegio. Y como el papá había vendido el auto, nunca iban a mirar el garaje.

Al cabo de un tiempo, la obra estuvo terminada.
—Me voy a navegar por los siete mares —dijo Coni una noche.
—Nena, después hablamos, dejáme ver el noticiero —dijo el papá.
—Bueno, pa, pero mejor lo hablamos cuando vuelva.

Entonces, Constanza fue hasta el garaje he hizo deslizar la nave por unos rodillos que, por supuesto, también estaban construidos con papel. Hasta ahora no hemos dicho que la familia vivía en una ciudad costera, pero creemos que no hace falta aclararlo. Silenciosamente, llevó su nave de papel hasta la costa y la introdujo con suavidad en el agua. Flotaba bien y en su borda resplandecían, bajo las estrellas, cientos de textos y dibujos sobre filibusteros, marejadas, singladuras, islas perdidas, brújulas, constelaciones, carabelas y descubrimientos. Después de mirar su obra con íntima satisfacción de constructora, Coni se trepó a la nave de papel y dijo lo que se debe decir en estos casos.
—Leven anclas.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Barquito de papel, tomada de la página Docentes Bonaerenses

lunes, 5 de septiembre de 2011

Un perro de raza


Merlín llegó a la casa de Sofía una noche de tormenta. Un muchacho lo traía metido adentro de la campera para resguardarlo de la lluvia.
—¡Sofi, mirá quién llegó! —dijo la mamá mostrándoselo a la nena.
—Es el cachorrito de labrador que querías —dijo el papá. Y agregó orgulloso —. Es un labradorcito de pura raza...

Sofía alzó a Merlín con mucho cuidado y le acarició el morro mojado. Fue amor a primera vista. Merlín era negro como la noche y brillante como una estrella. Solamente tenía como detalle una corbatita blanca en el medio del pecho. Cuando le pusieron un plato de leche, ensopó primero las patas, después el hocico y finalmente las orejas, pero se la tomó hasta la última gota.

Después vino la primera noche. Los papás de Sofi habían decidido no malcriarlo y por eso le pusieron un recorte de frazada como cuchita al lado de la cocina. Pero Merlín gimoteó a las doce, lloró a la una, ladró a las dos, aulló a las tres y tiró la maceta del malvón a las cuatro de la mañana. Al día siguiente, el papá se fue a trabajar muerto de sueño.
—No importa —dijo la mamá mientras bostezaba preparando el desayuno —. Ya se va a acostumbrar a vivir con nosotros.

Y Merlín se acostumbró. Lloró un poquito las tres noches siguientes y después durmió como un tronco. Así pasaron los días y las semanas. Sofía jugaba con él despacito, como le habían dicho, para no lastimarlo. Lo miraba comer la carne picada con el zapallito y le tiraba una pelota de goma para que se la trajera.
—Este perro es un santo —les decía la mamá a sus amigas. Además, se lleva bárbaro con Sofi.

Sin embargo, algo pasó a los tres meses. En lugar de crecer a lo alto, Merlín creció muchísimo... a lo largo.
—Este perro crece raro —comentaba el papá. No se parece a las fotos del libro de perros labradores que compramos.
—Dale tiempo —decía la mamá. A lo mejor después cambia.

Y Merlín cambió, pero no como pensaba la mamá. Se puso cada vez más largo, con las patas cada vez más chuecas y las orejas cada vez más caídas. Mientras tanto, Sofía y él jugaban todo el día a las escondidas, a tirar y traer palitos, a rascar la panza y a muchas cosas más. Pero una noche, Sofi escuchó desde su habitación una discusión de sus papás.
—¡Te dije que este perro crecía raro! —decía el papá enojado —.¡Miralo, parece una salchicha negra! ¡No es un labrador!
—Tenés razón, me parece que nos estafaron —contestaba la mamá.
—¡Voy a llamar al pibe que nos lo vendió! —finalizó el papá.

Al día siguiente, a la noche, volvió el muchacho de la campera. Los papás lo esperaban furiosos y hablaron con él en la cocina.

—¡Me vendiste un perro que no es de raza! —gritaba el papá.
—Nos cobraste un montón de plata por un perro trucho —agregaba la mamá.

Sofía estaba sentada en una silla y Merlín, acurrucado entre sus pies. Los dos se sentían muy asustados. Finalmente, el muchacho dijo:
—Bueno, yo no tengo la culpa pero si quieren voy al criadero y se lo cambio por otro de raza.
—¡Me parece muy bien! —dijo el papá —.Ya mismo te lo llevás y nos traés otro perro como la gente.

En ese momento, Merlín pidió upa, y Sofía se lo subió a la falda y lo abrazó.
—No quiero que se lo lleven —dijo Sofi con vos finita—. Merlín es un perro “raza merlín”. Los perros merlín son así, petisos, negros y largos —Y después, se le empezaron a caer las lágrimas.

¿Cómo termina esta historia? Finalmente Merlín se quedó con Sofía y su familia. Hoy sigue siendo un perro negro como la noche, largo como la esperanza, petiso como un banquito y muy inteligente. Algunos expertos dicen que es una mezcla de labrador y batata, lo que seguramente es cierto. Pero él y Sofía saben que cada uno es lo que es, y eso es más que suficiente para ser feliz.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Esta es la foto del verdadero Merlín que inspiró esta historia.

sábado, 3 de septiembre de 2011

El alquimista y el ratón


En la oscuridad de su laboratorio, el alquimista arrojó un líquido verdoso sobre los demás ingredientes del crisol. Luego de una explosión, en el fondo del recipiente apareció un minúsculo ratón blanco, húmedo y tembloroso.
— ¡Criatura despreciable! —gritó el alquimista—. ¡No eres digno de mi genio!
— Tú tampoco— musitó el roedor. Y lo fulminó con un pequeño movimiento de sus bigotes.

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.

La telaraña del amor


A la tenue luz del amanecer, la anciana vigila el sueño inquieto de su hijo, el bravo guerrero Ñanduguazú. Ella sabe que su corazón sufre por el amor de la hermosa Sapurú, por quien también suspiran la mayoría de los jóvenes de la tribu. Escuchó que la joven les propuso un desafío a sus muchos pretendientes. El que le lleve el regalo más bello tendrá un lugar junto a ella. La anciana conoce los misterios del monte, de los seres humanos y de los invisibles. Durante meses ha realizado toda clase de hechizos y oraciones para que su hijo se libre de ese sentimiento que le consume las fuerzas. Pero entiende que será muy difícil.

Ya es mediodía y la anciana apantalla el fuego donde se cocina la yuca. En las espirales del humo, ve la imagen de su hijo. Ve que, desesperado, Ñanduguazú recorre el monte en busca de plumas tornasoladas o flores iridiscentes para regalarle a su amada. De pronto, el guerrero encuentra, en el hueco de un árbol, una tela maravillosa. Es como un encaje de plata tejido por la araña que habita en él. Pero, ¿qué sucede? La madre se concentra en el humo para ver más clara la escena y presencia la llegada de Yasyñemoñaré, el rival de su hijo. También él ha descubierto el encaje y quiere llevárselo a Sapurú. Horrorizada, la madre ve cómo los dos hombres luchan con todas sus fuerzas por el maravilloso regalo. Pero Ñanduguazú es más fuerte. Sus brazos rodean como una tenaza poderosa el cuello de del rival, que se derrumba sin vida en el suelo.

Cae la tarde cuando la anciana ve volver a su hijo del monte. Contempla la tristeza y el remordimiento que nublan sus ojos. Ha matado a uno de su pueblo. Y, para colmo, al tomar entre sus dedos la extraordinaria tela de plata, ésta se ha deshecho en un montoncito de hilos de baba. Abatido, Ñanduguazú le cuenta a su madre la historia que ella ya ha visto en el humo y le pide que lo ayude.

Comienzan a aparecer las primeras estrellas cuando el guerrero y su madre regresan al monte, al árbol donde la araña teje su tela incansablemente. A la luz de unas antorchas, la anciana observa con atención el trabajo del animalito mientras su hijo duerme, agotado por la pena.

Y cuando el lucero del alba anuncia la madrugada, la madre arranca algunas canas de su larga cabellera trenzada y comienza a tejerlas. Sus dedos sabios van y vienen reproduciendo los mismos movimientos que le ha visto hacer a la araña.

Ya es de mañana cuando Ñanduguazú se despierta y ve, en las manos de la anciana, un encaje plateado que, esta vez, no se deshace al tocarlo. Loco de alegría lo toma y corre a regalárselo a la hermosa Sapurú. Mientras tanto, la madre, que se ha quedado junto al árbol, comienza a cantar una oración por el alma de Ñanduguazú, el rival muerto. Y, mientras canta, piensa en el terrible precio que pagan estos jóvenes por dejarse atrapar en la telaraña del amor.

Muchos tiempo después, cuando las hábiles tejedoras guaraníes labren el ñandutí, el “blanco de araña”, evocarán, aun sin saberlo, esta antigua leyenda

Leyenda paraguaya.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Internet.

jueves, 1 de septiembre de 2011

El pirata Malasuerte


Al pirata Malasuerte lo llamaban así porque siempre se quejaba:
- ¡Qué mala suerte tengo! ¡Nunca encuentro un tesoro que me guste! ¡Ay, ay, ay, qué mala suerte!

Una vez, Malasuerte encontró dentro de una botella el mapa de un tesoro escondido.
- ¡Qué mala suerte tengo! ¡El tesoro está en una isla lejana! ¡Y encima está escondido!

Pero igual, el pirata llamó a sus hombres y partió en su barco, el “Malamufa” hacia la isla. Navegaron por el mar Caribe mientras Malasuerte se quejaba de las olas, del viento, de la lluvia y de las gaviotas que no lo dejaban dormir con sus graznidos. Cuando llegaron a la isla, se puso a buscar el famoso tesoro mientras protestaba porque tenía arena en los zapatos.
- ¡Qué mala suerte! ¡Con lo sensibles que tengo los pies!

De pronto, uno de los piratas gritó:
- ¡Capitán, encontré el cofre del tesoro!

Cuando Malasuerte abrió el cofre, se agarró la cabeza y exclamó:
- ¡Qué malísima suerte!

Porque el cofre estaba repleto de caramelos, chupetines, galletitas con chocolate, obleas rellenas, chicles, pastillas de menta, tabletas de dulce de leche, garrapiñadas, confites, bombones de fruta, papitas fritas y chizitos. Mientras sus hombres comían golosinas a cuatro manos, Malasuerte gritaba:
- ¡Qué suerte horrible tengo! ¡No hay ni una moneda de oro! ¡No hay perlas, diamantes, rubíes ni esmeraldas!
- Capitán – le dijo uno de sus hombres -, ¿no quiere comer un chocolate? Mire que están ricos…
- ¡No! – exclamó Malasuerte -. Con mi mala suerte, seguro que me va a doler una muela. Vámonos enseguida de esta isla.

Pero cuando estaban navegando en el “Malamufa” por el mar Caribe, se levantó una gran tormenta y el barco fue a parar a una isla donde no había ni tesoro, ni caramelos, ni papitas fritas, ni un triste coco. Cuando todos empezaron a sentir hambre, Malasuerte se quejó:
- ¡Qué mala suerte, ojalá hubiera comido las golosinas de la otra isla!

Entonces, sus hombres, cansados de escucharlo, se metieron en el agua y comenzaron a nadar lo más lejos que pudieron. El pirata se quedó en la playa y le dijo a un cangrejo que pasaba por ahí:
- ¿No ves? Si hasta mis piratas me dejaron solo… ¡Qué mala suerte!

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Ilustración: Internet.