lunes, 12 de septiembre de 2011

Olegario, el inventor


Olegario era inventor desde chiquito. A los cinco años ya había inventado una máquina para contar hormigas. Las hormigas pisaban una hojita, que movía un palito, que hacía caer una bolita dentro de un envase de yogur. Una hormiga, una bolita. Tres hormigas, tres bolitas. Cada cien hormigas, Olegario vaciaba el envase y ponía una bolita más grande que quería decir “cien”. Y así sucesivamente.

A los seis años inventó un “bolso portagatos” que tenía forma de gato, con un agujero adelante para que el animalito sacara la cabeza y otro agujerito atrás para que sacara la cola. Pero Froilán González, el minino de la casa no quiso ser piloto de pruebas y al tercer intento de meterlo adentro, el bolso quedó hecho tiras.

Entre los siete y los once años, Olegario inventó una máquina para sacar la pelusa del ombligo que no funcionó porque hacía muchísimas cosquillas. También inventó un aparato para peinar osos panda gigantes, pero como sólo existen en China nunca pudo probar su invento. A su mamá no le gustó el aparato de alisar lechuga porque la dejaba lisita pero achicharrada y a su papá no le interesó mucho la máquina para tocar melodías con un pan flauta porque no tenía nada de oído musical. En fin... que Olegario tenía buenas ideas pero era un inventor incomprendido.

Y resulta que, un día, Olegario se enamoró de Clotilde, la chica más inteligente del barrio que sí lo comprendía.
—Ole, inventame un aparato para emparejar los agujeritos de las letras O, que me salen mal –—pedía Clotilde.
—Enseguida te lo invento, Cloti, y además, con lo que sobre de los agujeritos de las O, podés poner los puntos de las I —respondía Olegario. Y a los dos días el invento estaba listo.
—Ole, inventame una máquina para pasear demonios de Tasmania —decía Clotilde.
—¿Qué son los demonios de Tasmania, Cloti? —preguntaba Olegario.
—Son bichos muy raros que viven en Tasmania, Ole —respondía Clotilde y, a los cinco días tenía la máquina en la puerta de su casa.

Así, Olegario y Clotilde crecieron juntos en amor y en inventos. Cloti tenía las ideas y Ole las realizaba. Juntos inventaron el martillo de goma para clavar clavos de chicle, los guantes con espinas para agarrar cactus, el trampolín para tirarse a la bañadera, el colador sin agujeros para no desperdiciar agua, la silla de una sola pata para ejercitar el equilibrio y la bicicleta de ruedas con zapatos para andar por la vereda.

La última vez que los vi (porque ya son grandes y viven enfrente de mi casa) estaban inventando una catapulta gigante para viajar al planeta Venus. Y seguramente lo consiguieron porque unos meses después recibí un mail que decía: “Querida Graciela, te escribimos desde el planeta Venus. No te imaginás lo linda que se ve la Tierra desde aquí...”.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: “Cafetera para masoquistas”, uno los objetos imposibles inventados por el genial Jacques Carelman. La imagen pertenece al sitio Cien años de perdón.

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