viernes, 23 de septiembre de 2011

Palabras de hilo


La anciana Wattawai se despertó esa mañana, mecida por un suave tironeo de la hamaca en que dormía. La que intentaba despertarla era su nieta Mayeesei.

Fiel a la costumbre wayúu de contarle los sueños a alguien inmediatamente después de abrir los ojos, Mayeseei había tirado muy despacio de los flecos que colgaban a los lados del chinchorro -la colorida hamaca en que descansaba su abuela- con la esperanza de sacarla sin violencia de su descanso.

Mayeesei no podía hablar –precisamente, su nombre significaba “sin lengua”- pero por medio de señas le indicó que había soñado que se le caía una muela. Luego, hizo un gesto de preocupación.
Wattawai sonrió bostezando y tranquilizó a la jovencita.
— No se preocupe, m’hijita, que yo tengo vida para rato. Por algo mi nombre quiere decir “vida larga”. Que sueñe que se le cae una muela no siempre quiere decir que su abuela se va a ir de este mundo. ¿Está segura de que no le duele una muela? A lo mejor se le malogró y de ese dolor viene el sueño.

Mayeesei hizo un gesto con la cabeza que indicaba que era posible. Cuando su nieta se alejó para comenzar los trabajos de la mañana, Wattawai se quedó un momento trenzando pensativa su larga cabellera blanca. Ella también había soñado esa noche. Un sueño raro que no conseguía descifrar. Pero Maseeyei era demasiado joven como para contárselo. Imágenes como ésas necesitaban que las interpretara alguien con mucha experiencia y, por ahora, la abuela era la más experta del pueblo. Todo el mundo acudía a ella para decirle, por ejemplo, que había soñado con culebras verdes o con una bandada de pericos. Eran cosas sencillas de adivinar: buenas cosechas, muchos hijos.

No. El sueño de Wattawai había ocurrido poco antes de que su nieta la despertara, lo que indicaba que el suceso estaba próximo. ¿Pero cuál era? No había sido una pesadilla de ésas con vacas babeantes, que anuncian las enfermedades del pecho. Ni con mordeduras de perros, que previenen un ataque de pueblos vecinos. Más bien había sido un sueño extraño pero tranquilo.

En él, la abuela estaba sentada en su habitual silla de hilar y tenía a sus pies un elevado montículo de hilos de algodón. Los resplandecientes colores se entremezclaban, rojos, amarillos, verdes, azules, negros, en una intrincada y revuelta trama. Wattawai se inclinó hacia ellos, vagamente molesta por el trabajo que le daría desenmarañarlos. Tomó un montón de fibras anudadas y vio, con sorpresa, que en el centro de ellas había una araña color esmeralda con largas patas verdes que la miraba con sus ojillos brillantes. Sobresaltada, la abuela intuyó que estaba ante Waleker, la mítica araña que les había enseñado a tejer a las mujeres de su pueblo. Poco a poco, la cabeza del insecto se fue desdibujando hasta adquirir los rasgos de su nieta, Mayeesei. Y, de pronto, de su boca comenzaron a salir hilos de algodón que inmediatamente se combinaron en asombrosos dibujos cambiantes como el sueño. Aunque no podía verlos con claridad, la abuela intuyó que contaban historias del pueblo wayúu, de su pasado y de su porvenir. De esa visión extraordinaria la había sacado el suave sacudón de la hamaca esa mañana.

Mientras frotaba con arena una olla tiznada, Wattawai repasó cuidadosamente el sueño y llegó a una conclusión. Sabía que, durante el descanso nocturno, voces de otros mundos les hablaban a los humanos. Todos soñaban pero no todos sabían interpretar sus significados. En este caso, la transformación de Waleker, la mujer araña, le decía algo acerca de su nieta muda. Y, de pronto, la anciana comprendió.

Buscó a Mayeesei en la pequeña huerta donde cuidaba las yucas, los frijoles y el maíz y la llamó para que se sentara a su lado.
— Estuve pensando en lo que me dijo esta mañana y ahora yo quiero contarle el sueño que tuve.
Así lo hizo, con pelos y señales ante la mirada un poco sorprendida de su nieta que, al final del relato, hizo con la cabeza un gesto de interrogación.
— Creo, m’hijita, que Waleker me dijo que usted tiene que hablar a través del tejido porque tiene un gran poder para entender los sueños. Por eso, le voy a enseñar todo lo que sé sobre el arte de la aguja, el algodón y los tintes. Con los dibujos que haga, va a poder decirles a los demás lo que significan sus sueños, tan bien o mejor que si hablara.

Esa misma tarde, Mayeesei empezó a practicar con el ganchillo y varios ovillos de colores bajo la dirección de su abuela. Unas horas después, ya tenía una minúscula pieza de tela en la que se veían, torpemente dibujadas, una mujer grande y otra más pequeña. La mujer grande le daba a la pequeña un objeto verde cuya forma no se alcanzaba a distinguir.

Cuando la abuela lo vio, asintió, sonrió y pensó para sus adentros: “A lo mejor no me tengo que morir hoy, como dice el sueño de la niña con su muela. Tal vez tengo que enseñarle todo lo que sé. Porque en ella vive un espíritu más sabio, que pronto tomará mi lugar para ayudar a nuestra gente.”

Cuento de Graciela Pérez Aguilar, inspirado en una tradición wayúu.
Foto: Tejido wayúu, tomada de la página Cultura wayúu.

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