jueves, 8 de septiembre de 2011
Tarzán y el mono de Borneo
Esto que voy a contar sucedió muchos años después de la historia que todos conocen. Tarzán se había hecho famoso gracias a los libros que hablaban de sus aventuras, pero no era feliz. Se sentía harto de los turistas que acudían de todas partes atraídos por los relatos de sus hazañas.
—Venga, Tarzán. Póngase al lado del nene así le saco una foto —le decía uno.
—¡Ay, Tarzán, pegue el grito para llamar al elefante —pedía una señora.
Tarzán había visto crecer, alrededor de su cabaña, una selva de quioscos de choripán, vendedores de calcomanías, sucursales de la agencia “Tarzan’s Travel” y de la boutique “El rey de los monos”. Cada vez que salía de su cabaña, se le venía encima el club de admiradores:
—¡Idolo! ¡Genio! ¡No te mueras nunca! —le gritaban mientras intentaban arrancarle un pedazo del taparrabos de piel de tigre.
Y Tarzán corría hacia la selva tratando de escapar.
Ni siguiera le quedaba la mona Chita. Se la habían llevado para conducir el programa de televisión “Monerías” en la emisora local. De vez en cuando, los fines de semana, venía a visitarlo. Pero Tarzán se daba cuenta de que le encantaba el mundo de la farándula. Siempre estaba posando para la foto y se comportaba como una verdadera monada.
Hasta que, un día, Tarzán se cansó, se recontracansó de los turistas, de los vendedores y de los fotógrafos. Y lo peor de todo es que también se cansó de la selva, que ya no era la de antes. Esa noche dobló con cuidado su taparrabos, se vistió con una camisa y un pantalón y salió sigilosamente de su cabaña por la puerta de atrás.
Trepado en el acoplado de un camión, llegó hasta las costas de Africa. Se empleó como marinero en un buque de carga filipino y pasó muchas noches sobre cubierta, a la luz de la luna, contándoles historias a los otros marineros.
Hasta que el barco carguero recaló cierto mediodía en un puerto del sur del mundo. Tarzán se dio cuenta de que ya estaba lo suficientemente lejos. Entonces, puso sus cosas en un bolso, se despidió de sus amigos y bajó a tierra.
Feliz porque nadie lo conocía, hizo toda clase de trabajos. Construyó cabañas al borde de los lagos, cuidó jardines en casas de campo, fue carpintero, hachero y guardabosques. Así se le fueron pasando los años, el pelo se le puso muy blanco y la mirada muy sabia.
Una tarde de domingo, sin saber muy bien por qué, decidió visitar el zoológico de la ciudad. Aunque a Tarzán los zoológicos no le parecían nada lógicos, sentía una lejanísima nostalgia de la selva. Por eso, sacó una entrada y avanzó por los senderos de cemento que bordeaban el lago artificial. Su olfato reconocía antiguos olores y su oído percibía gritos, chillidos, rugidos y siseos que le eran familiares. Sin embargo, el espectáculo dominguero le resultó bastante absurdo: la gente de este lado, los animales del otro lado. Cada animal con su cartelito.
—Mirá qué lindo el león —le decía un señor a un nene que llevaba un globo de colores metalizados—. Parece un gato grande.
“¿Gato grande?”, pensó Tarzán recordando su feroz pelea con Numa, el rey de la llanura. El público del zoológico le hacía acordar a los turistas de los que se había escapado. Miraban las cosas desde afuera. No tenían que pelear por el pozo de agua ni sanar sus lastimaduras con emplastos de hojas verdes.
Un poco más adelante se encontró con el sector dedicado a los monos. Recorrió las jaulas de los chimpancés y de los babuinos. Contempló durante largo rato a los gorilas y a los monos araña. Se detuvo para mirar las gracias de los macacos y de los pequeñísimos titíes. Hasta que llegó a una jaula aislada, casi en los confines del zoológico. Allí estaba el mono de Borneo.
Esa tarde, Tarzán decidió pedir un puesto de cuidador. No le resultó muy difícil obtenerlo porque sabía muchísimo de animales. Le dieron un uniforme y una gorra y le encargaron el cuidado de la sección “Reptiles”. Cada día, después de alimentar a la boa constrictor y a las culebras de agua, el rey de los monos se iba a visitar al mono de Borneo. Se quedaba frente a la jaula mirándolo durante horas.
Hay que reconocer que el mono era feísimo. Tenía una pelambre parda que le caía como flecos y el rabo pelado de tanto sentarse en el cemento. No hacía monerías tales como dar vueltas carnero ni treparse por el enrejado. Pero tenía la costumbre de frotar una piedrita rojiza contra el piso de la jaula y eso fue, precisamente, lo que a Tarzán le llamó la atención.
El rey de los monos pasó tardes enteras en ese rincón perdido, mirando el dibujo que crecía sobre el cemento. Por suerte, nadie caminaba por allí, de otro modo, se hubiera asombrado de lo que veía. Porque esos garabatos contaban dos historias: la de un bebé humano perdido en la selva y la de un bebé mono solo en la ciudad. En rojo sobre gris aparecían dos leyendas que sólo Tarzán y el mono podían entender.
Un martes a última hora, el mono de Borneo terminó el dibujo. Tarzán llegaba a su jaula con un balde de agua y se dio cuenta. Por eso pasó lo que pasó.
Esa noche, dos siluetas se asomaron sigilosas a la ventana de la administración del zoológico. Los guardias estaban profundamente dormidos y, por eso, nadie oyó el interminable murmullo de pasos, trotes y galopes que sonaron entre las sombras.
Al día siguiente, los primeros visitantes se sorprendieron ante el anuncio de que el zoológico estaba cerrado “por tareas de mantenimiento”. Y unas semanas después, los noticieros afirmaron que se iban a licitar los terrenos para construir un hipermercado. “Todos los animales han sido transferidos”, dijeron sin dar más datos.
Las topadoras demolieron minuciosamente los templos hindúes y las grutas polares. El foso de los leones fue rellenado y los castillitos y glorietas se desarmaron, piedra por piedra. Finalmente no quedó casi nada en pie, salvo algunos rincones alejados. Hacia uno de ellos se dirigió una cuadrilla de operarios, martillo en mano, un viernes por la mañana. Se acercaron a una jaula abandonada, dentro de la cual crecía la maleza.
—¿Quién habrá hecho estos dibujos? —preguntó uno de los obreros.
Y, con el pico, comenzó a levantar los trozos de cemento del piso donde, en rojo sobre gris, se veía una larga caravana de cebras y jirafas, de tapires y pelícanos, de zorros, tigres, leopardos y tortugas que, junto con todos los otros animales del zoológico, caminaban hacia la selva, encabezados por Tarzán y el mono de Borneo.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Fotos: Choza africana, de Internet y Zoológico de Buenos Aires.
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