martes, 6 de septiembre de 2011

Papiromanía


A lo mejor, todo empezó la tarde en que a Constanza se le ocurrió arrancar la última hoja del libro de lectura de segundo grado para hacer un barquito, como le había enseñado su abuelo.
—¡Coni, tenés que aprender que los libros no se rompen!

O quizás, había empezado unos años antes, cuando se dio cuenta de que con papel higiénico mojado se podían hacer figuritas.
—¡Coni, dejaste el baño hecho un desastre!

El asunto es que Constanza descubrió muy temprano los múltiples usos del papel y no paró hasta convertirse en una experta. Con la perforadora que estaba en el escritorio del papá hizo tanto papel picado que el piso quedó como después de un mal día en un ventisquero del Artico.
—¡Coni, ya mismo agarrás el escobillón y limpiás todo esto antes de que tu padre vuelva!

El abuelo también tuvo un poco que ver con el episodio de las serpentinas, porque le había contado que se usaban en los carnavales de antaño. Metros y metros de cintitas cuidadosamente recortadas, pegadas y enrolladas de manera artesanal fueron arrojadas con hábiles movimientos de muñeca hasta convertir el living en un espeso plato de tallarines.
—¡¡¡Coniiiiiiiiiiiii!!!

Para encauzar tanto despliegue creativo, los papás la mandaron a un taller de expresión plástica. Pero fue como enseñarle a un goloso los secretos del chocolate. Constanza escuchó deslumbrada la receta de la cartapesta y del papel maché. Los domingos eran una fiesta para ella. Esperaba pacientemente a que todo el mundo terminara de leer la edición dominical del diario y después la reducía a minúsculas tiritas con las que pegoteaba figuras armadas sobre alambre.
—¡Coni, es la última vez que te digo que saques esa porquería del lavadero!

Pero como también reducía a tiras los libros que le regalaban, la familia se preocupó seriamente.
—Así nunca va a aprender a respetar la literatura — dijo una tía.
—Lo que pasa es que es una artista plástica en potencia – dijo otro tío más conciliador.
—¿Por qué no la mandan a un psicólogo? —dijo el tercer tío.

El verdadero problema de Constanza apareció cuando le regalaron un libro que le gustaba mucho. Lo leyó de punta a rabo varias veces y le dio pena hacerlo tiras. Estuvo unos cuantos días dándole vueltas a la cuestión y finalmente tomó una decisión. El único modo de reunir sus dos vocaciones era construir una figura que tuviera que ver con todas las páginas de ese libro y de todos los libros que trataran el mismo tema. Muy educadamente les pidió permiso a los papás para ocupar el garage abandonado en “un nuevo proyecto” que seguramente no iba a molestarlos para nada.

Gracias a este acuerdo, Constanza recortó, trasladó y pegó con la técnica de la cartapesta cientos de miles de páginas en el garaje de sus papás. Así, leyó y pegó “Sandokan”, “Los tigres de la Malasia”, “Los dos tigres”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”, “La isla misteriosa”, cincuenta ejemplares de la revista de la National Geographic, “Los trabajadores del mar”, de Victor Hugo, “Moby Dick”, todos los suplementos turísticos del diario de los domingos, las páginas de la enciclopedia familiar que contenían la palabra “mar”, algunos libros de Joseph Conrad que trataban el tema, una vieja novela llamada “Tifón”, otro libro titulado “Naufragios, batallas y tragedias en la mar”. Una serie de fascículos sobre los Argonautas editados en papel brillante le vinieron como anillo al dedo, igual que los libros de Cousteau, los diarios de viaje de Colón y la Odisea completa, incluyendo el prólogo y las notas al pie.

La familia estaba encantada de que Constanza leyera tanto porque sacaba las mejores notas en el colegio. Y como el papá había vendido el auto, nunca iban a mirar el garaje.

Al cabo de un tiempo, la obra estuvo terminada.
—Me voy a navegar por los siete mares —dijo Coni una noche.
—Nena, después hablamos, dejáme ver el noticiero —dijo el papá.
—Bueno, pa, pero mejor lo hablamos cuando vuelva.

Entonces, Constanza fue hasta el garaje he hizo deslizar la nave por unos rodillos que, por supuesto, también estaban construidos con papel. Hasta ahora no hemos dicho que la familia vivía en una ciudad costera, pero creemos que no hace falta aclararlo. Silenciosamente, llevó su nave de papel hasta la costa y la introdujo con suavidad en el agua. Flotaba bien y en su borda resplandecían, bajo las estrellas, cientos de textos y dibujos sobre filibusteros, marejadas, singladuras, islas perdidas, brújulas, constelaciones, carabelas y descubrimientos. Después de mirar su obra con íntima satisfacción de constructora, Coni se trepó a la nave de papel y dijo lo que se debe decir en estos casos.
—Leven anclas.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Barquito de papel, tomada de la página Docentes Bonaerenses

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