miércoles, 21 de septiembre de 2011

El Padre de los Sueños


Hace tanto tiempo que la memoria no puede siquiera imaginarlo, el compasivo Padre de los Sueños vivía con sus hijos en una tierra nebulosa y lejana. Por aquel entonces, las noches de los seres humanos eran una vigilia eterna que jamás les daba descanso. Cuando cerraban los ojos, no encontraban sosiego en medio de tanta negrura, y volvían a abrirlos, asustados.

Pero sucedió que el Padre de los Sueños quiso embarcarse con sus hijos para llevarlos a una isla encantada, sin nieblas ni distancias, donde resplandecieran los pájaros dorados, las frutas fragantes y la hierba esmeralda. Donde el agua sonara cristalina entre las piedras negras, como plata fluyendo sobre carbón. Así, fletó una nave hecha con tablones de oscuridad y velas de luz, para navegar los océanos de la Tierra rumbo hacia ella.

Mientras recorrían el largo camino sobre las olas, cierta noche encontraron un barco desmantelado por la tempestad. Los mástiles quebrados, el casco agujereado y el velamen en jirones. Sobre la cubierta, los marineros agotados miraban el cielo con los ojos muy abiertos. Sin poder dormir, esperaban otra arremetida del Dios de las Tormentas que los venía persiguiendo desde hacía días. Ignorantes de las tradiciones, los desdichados navegantes habían partido sin hacer las ofrendas correspondientes y el Dios, furioso, los azotaba con viento, rayos, lluvias y granizo. Ahora, iban a morir de miedo y cansancio.

El Padre de los Sueños sintió pena y quiso ayudarlos. Habló brevemente con sus hijos y les pidió que se deslizaran bajo los párpados de los hombres para darles descanso. Ellos así lo hicieron y, un momento después, todos los marinos cayeron profundamente dormidos y soñaron con sus casas y sus seres queridos.

Pero el temible Dios de las Tormentas había visto todo desde su morada de nubarrones y juró vengarse. Nadie podía ayudar a quienes no demostraban respeto por él. Por eso, reunió las nubes más negras, los vientos más arrasadores y los peores rayos. Luego, los lanzó con toda su furia contra la nave del Padre y sus hijos.

La espantosa tormenta no podía destruir una nave hecha con tablones de oscuridad y velas de luz, pero la alejó de su rumbo y la fue llevando hasta la isla más remota y árida del océano. Luego, hizo un cerco huracanado para evitar que salieran.

En esa isla perdida, el Padre de los Sueños y sus hijos permanecieron durante mucho tiempo. Allí no había nada más que tierra seca, arbustos retorcidos y el silbido furioso de los vientos que levantaban hasta las piedras pequeñas del suelo. Y, poco a poco, los sueños empezaron a languidecer de tristeza y aburrimiento. Sus ojos transparentes se nublaron con un tenue humo lechoso y sus rostros se volvieron todavía más pálidos.

Preocupado, el Padre buscó una salida para evitar que sus hijos terminaran por desaparecer del todo. Observó largamente los crepúsculos y vio que el Dios de las Tempestades amainaba su furia a esa hora. Apenas descendía sobre la Tierra el reino de la Noche y de la Luna, el vengativo Señor de los Huracanes se retiraba a su morada de nubes hasta el día siguiente.

A partir de ese momento, el Padre de los Sueños permitió a sus hijos emprender el vuelo y salir de la isla apenas comenzaban a aparecer las primeras sombras nocturnas. Y, desde entonces, ellos se esparcen por la Tierra y se deslizan debajo de los párpados de los seres humanos. Según el carácter de cada uno, brindan dulces sueños o penosas pesadillas y, apenas despunta el alba, regresan a la isla para descansar.

Leyenda árabe.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Morfeo, tomada de Internet.

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