martes, 30 de agosto de 2011

La Tatuana



Todo el pueblo de Santiago de Guatemala hablaba de la recién llegada. Decían que había aparecido una mañana, de la nada, en la calle principal, con una pila de baúles. Algunos imaginaban que habría desembarcado de una de las naves que comerciaban entre la Colonia y España, pero nadie podía afirmarlo. Era muy hermosa, vestía como una mujer adinerada y tenía un andar entre gracioso y arrogante. Debía poseer mucho dinero porque rentó una de las casas señoriales y allí se estableció. Era muy raro que una dama anduviera sola en esos tiempos, pero nadie se atrevía a preguntarle nada. Cuando alguien quiso saber su nombre, dijo que la llamaran simplemente Tatuana.

Pasados algunos meses, “la” Tatuana comenzó a dar fiestas en su casa. Todo el mundo se moría por asistir para saber un poco más de la misteriosa desconocida. Hombres y mujeres iban vestidos con todas las galas y las reuniones se prolongaban, entre manjares deliciosos y vinos españoles, hasta entrada la noche. En esas épocas, el pueblo de Santiago tenía muy pocas diversiones y una de ellas era hablar de los demás. Muy pronto comenzaron a circular rumores extraños. Que era viuda y tal vez había matado a su marido para heredarlo. Que en su casa había una habitación que siempre estaba cerrada. Que a veces la habían visto con los dedos tiznados. Que ejercía una fascinación fatal sobre los hombres. Que su provisión de dinero parecía no tener fin, sin que tuviera ninguna fuente comprobable. De allí a afirmar que tenía un pacto con el Diablo, había un solo paso.

Ese paso lo dio un pequeño grupo de vecinas del pueblo, molestas tal vez porque sus maridos no hacían otra cosa que alabar a la desconocida. Poco a poco comenzaron a correr la voz de que, por la noche, desde su casa se escuchaban cantos extraños y se olían vapores de mirra y benjuí –aromas que, como todo el mundo sabe, le agradan al Maligno-.

Eran tiempos peligrosos para que alguien tuviera tratos con Satán y los rumores no tardaron en llegar a oídos del representante de la Inquisición, que se dedicaba a buscar y a eliminar cualquier herejía que atentara contra la Iglesia. El señor inquisidor tomó cartas en el asunto. Reunió toda la información que vecinas e interesados quisieron brindarle y llegó a la conclusión inapelable de que debía intervenir.

Fue justamente el día en que la Tatuana festejaba el primer año de su arribo a estas tierras con una gran fiesta, que el señor inquisidor tocó a su puerta, acompañado por varios oficiales con orden de arrestarla. Caminó a pie hasta su lugar de detención, vestida de gala y sin perder su andar gracioso y arrogante. Cuando llegó a su celda, se sentó en la pequeña silla de madera, miró al inquisidor a los ojos y le preguntó de qué se la acusaba. El hombre se sintió conmovido ante su profunda y bella mirada, pero recordó su deber y le explicó los cargos de brujería. Muchos vecinos eran testigos –le dijo- de sus malas artes y de sus tratos con el demonio. Ante tantas pruebas, el tribunal la había encontrado culpable y sería quemada en la hoguera frente a todo el pueblo al día siguiente.

La Tatuana disimuló orgullosamente las lágrimas de rabia y pidió un último deseo. “¿Un trozo de carbón?”, dijo sorprendido el inquisidor ante la extraña solicitud. “Un trozo de carbón para dibujar. Es lo único que me liberará de tanta pena”, dijo la condenada. .Nada raro podía suceder con un pedido tan inocente y el señor ordenó que se lo trajeran y que la dejaran sola para arrepentirse de sus malas acciones.

Ya habían erguido el poste central con la pila de troncos para quemarla en la plaza, cuando la fueron a buscar al día siguiente. El señor inquisidor, seguido del carcelero, de un cura confesor y de la guardia entraron en la celda y se quedaron mudos del asombro. Allí no había nadie. La cama aún estaba tibia pero, ni rastros de la Tatuana. A la débil luz que entraba por las rejas de la ventana pudieron ver, en la pared de enfrente, la silueta de un barco con una mujer parada en la proa. Todo ello dibujado con trazos firmes de carbón.

Leyenda guatemalteca.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Buganvilia - Antigua, Guatemala.

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