lunes, 29 de agosto de 2011

La piel de foca


Cuenta la leyenda que un pescador caminaba una noche por la costa cuando encontró una piel de foca. Inmediatamente la levantó, miró hacia el mar y luego corrió hasta su cabaña.

El pescador se llamaba Tom. La noche era la del solsticio de verano y la piel de foca escondía un secreto que los antiguos habitantes del lugar conocían muy bien.

Cuando Tom llegó a su cabaña, la hijita menor le preguntó:
—¿Qué traes ahí?
—Nada importante —le dijo el pescador. Y ocultó la piel de foca entre unas maderas del techo.

Un rato después llegaron los otros dos hijos de Tom, una jovencita y un muchacho. Hablaron poco mientras preparaban la cena y más tarde comieron en silencio. La vida de los cuatro transcurría así, apagada y triste desde hacía más de un año. Desde que una fiebre irremediable se llevara a la madre de los niños. Solamente la hijita menor conservaba algo de alegría, pero no era suficiente para iluminar la casa.

A la mañana siguiente, el pescador regresó a la costa y caminó a lo largo de la playa. De pronto, vio entre unas rocas la figura de una mujer y se acercó a ella. Era increíblemente hermosa. Una larga cabellera oscura cubría su cuerpo y sus ojos tenían el azul profundo del mar.
—Devuélveme mi piel —le dijo a Tom —Sin ella no podré volver a mi hogar.

Pero el pescador la miraba fascinado. Había encontrado a una selkie, una de las hadas marinas de las que escuchara hablar desde su infancia. Llegaban hasta la playa como focas y, al despojarse de su piel, se transformaban en bellísimas mujeres. Parecían tímidas y extrañas pero eran excelentes madres y traían paz y prosperidad a los hogares.
—No te devolveré tu piel — dijo el hombre—. Necesito que vengas conmigo. Mis hijos y yo estamos tristes. En mi casa el fuego no da calor y la alegría se ha ido.

Algo en la voz y la mirada del hombre conmovió a la mujer, que aceptó acompañarlo.

Desde ese momento, todo cambió en la cabaña del pescador. El fogón volvió a chisporrotear con un calor vivaz y resonaron otra vez las risas de los hijos. Las flores de cien plantas se abrieron alrededor de la casa y una nube de colores adornó sus ventanas. De la chimenea se alzó un humo lleno de sabores deliciosos y las canciones poblaron el aire.

Unos meses después, el llanto de un niño nuevo se escuchó en la cabaña. Era el hijo del pescador y la selkie. Tenía la fuerte contextura del padre, pero sus cabellos eran oscuros y sus ojos, tan azules como los de la madre. Y, entre los dedos de sus manos y sus pies, se extendían unas pequeñas, traslúcidas membranas de piel.

Durante mucho tiempo todo fue prosperidad para Tom y su familia. La pesca era abundante y los habitantes de la aldea aceptaron a la esposa, aunque murmuraran a sus espaldas. Todos sabían que una selkie podía ser una bendición para los hombres solos pero su carácter era impredecible. Se decía que algunos aldeanos eran hijos de esas hadas marinas y se los llamaba “los oscuros” por el color de su cabello y el azul insondable de sus ojos. Todos tenían una mirada de nostalgia y ninguno disfrutaba del calor de su madre.

Tom se dio cuenta de que algo andaba mal cuando, una tarde, encontró a la mujer en la playa, mirando el mar con una expresión de infinito anhelo. Y más todavía cuando, una noche, advirtió que ella no estaba en la cama, salió a buscarla y la halló bailando una danza extraña a la luz de la luna. Sin embargo, prefirió no darse por enterado e intentó que la vida siguiera como siempre.

Pero una mañana, mientras el pescador navegaba en la bahía y los hijos mayores estaban en el pueblo, la mujer le preguntó, como al pasar, a la hija más pequeña:
—Tu padre trajo una vez una piel de foca, ¿no es así?
—Sí —dijo la niña—. Está allí arriba, entre las maderas del techo.


Cuando Tom y los hijos mayores regresaron a la casa, el fuego estaba encendido y la comida se entibiaba sobre la mesa. La hija menor mecía la cuna del recién nacido pero la mujer ya no estaba. Desesperado, el pescador buscó entre las maderas del techo. La piel había desaparecido.

El hombre corrió hacia la costa decidido a tomar su bote y buscarla, pero se levantó un viento huracanado. Porque las selkies también eran capaces de convocar tormentas y borrascas que se llevaban la vida de los humanos.

Y así se fue el hada marina, la mujer-foca, sin mirar atrás. El poderoso llamado del mar fue más fuerte que cualquier voz de la tierra. Sin embargo, dicen los pescadores que, algunas noches, se levanta desde las profundidades una tenue, extraña canción. “Es la selkie que le canta a su hijo”, comentan y luego se quedan en silencio frente a sus jarras de cerveza.

Leyenda irlandesa.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.

Foto: Acantilados de Moher - Irlanda

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