martes, 30 de agosto de 2011

¿Cómo se ven las nubes desde arriba?


Todas las tardes, el cuis Anastasio tomaba mate en la puerta de su refugio, cerca del parador del camino. El camino era una cuesta muy larga y empinada que llevaba hasta un pueblito llamado Cachi y por allí pasaban, ida y vuelta, camiones y micros con pasajeros. A la ida, los pasajeros bajaban a tomar rápido un café con leche que les sacara la modorra. Pero, a la vuelta, ya venían bien despiertos, bajaban, estiraban las piernas y hacían comentarios.
- ¡Qué bárbaro!
- ¡Cómo se ven las nubes desde arriba!
-¡Es impresionante!

Como buen cuis, Anastasio era curioso pero nunca iba mucho más allá de la cerca de pircas donde estaba su casa. Sin embargo, esos comentarios siempre lo habían inquietado. ¿Cómo se verían las nubes desde arriba? Por eso, empezó a investigar.
- ¿Alguna vez viste las nubes desde arriba? – le preguntó al tero, que era un poco patotero.
- ¡Como si no tuviera nada mejor que hacer! – le contestó el malhumorado, muy ocupado en poner los huevos en una parte y dar el grito en la otra.
- Bueh… ta’ bien, no te molesto más – dijo el cuis, y se fue a seguir con su encuesta.

Ni la chuña ni el chorlo le dieron mejores respuestas, y tampoco pudo preguntarles a los pájaros que vuelan más alto, como los cóndores y las águilas, porque sabía que no era nada saludable para un cuis llamarles la atención.

Por eso, decidió recurrir a su vecina doña Macacha, la vizcacha, que tenía su vizcachera un poco lejos, para no tentar a los cazadores. Cuando por fin salió Macacha, sosteniendo un montón de ramas, palitos, trapitos y otras menudencias – era su día de limpieza – los dejó en el suelo y escuchó la pregunta del cuis con toda atención porque le gustaba que la consultaran. Tenía fama de sabia.
- Mirá, Anastasito, yo también he escuchado los comentarios de la gente que baja de los micros. Pero como no conozco de esas cosas, no te puedo ayudar. Me parece que las vas a tener que verlas por vos mismo.
- ¡Pero yo no soy un pájaro y eso debe de estar lejísimos para arriba. ¿Cómo hago? Y tampoco puedo subirme a un micro como cuis por su casa.
- Bueno, entonces, empezá a caminar por la cuesta. ¡Que tengas suerte y después contame! A mí también me gustaría saber

Anastasio no durmió durante dos noches pensando en el proyecto y a la tercera decidió partir. De noche no pasaban micros ni camiones y era menos probable que lo vieran sus enemigos, los grandes pájaros. Así anduvo durante un larguísimo rato, parando de vez en cuando para comer algo y tomar agua. Cuando empezó a amanecer, miró para atrás y lo sorprendió ver lo chiquito que parecía el parador allá abajo. Entonces, buscó un refugio y se acostó a dormir.

Mucho tiempo anduvo el cuis, siempre cuesta arriba, caminando de noche y durmiendo de día. Y cada mañana miraba para atrás. Ya no veía el parador, pero a medida que andaba le empezaba a tomar el gustito a eso de ver cosas diferentes, las casas cada vez más chiquitas, los campos como cuadritos verdes y las nubes, que aparecían como velos de algodón transparente, a la misma altura del camino. “Todavía no debe ser aquí”, pensaba sin embargo, “Debe ser mejor más adelante”. Y seguía subiendo. Estaba más flaquito, de tanto andar, pero las patas se le habían puesto más fuertes y el carácter más intrépido.

Un mediodía, escuchó voces desde su refugio y salió a ver.
- Se pinchó una goma y voy a tener que cambiarla.
- Bueno, querido, yo mientras preparo un mate.

Efectivamente, en un costado del camino había un auto detenido y una pareja joven. El cuis no lo pensó dos veces. Se acercó rápido por el otro lado y se metió entre los fierros del chasis, bien agarrado con las cuatro patas.

El resto del viaje fue una pesadilla de tierra, ruidos, bandazos y zangoloteos, pero al final, el auto frenó despacio y, mientras se bajaba, Anastasio escuchó:
- ¡Llegamos al mirador! ¡Qué maravilla!

Cuando se asomó, ¡ah…! los ojos no le alcanzaron para ver esa increíble extensión de espuma blanca, de crema batida, de merengue níveo, de sábanas encrespadas, de algodonales infinitos, de resplandecientes nubes gloriosas que se extendían entre las montañas, más abajo y que convirtieron su corazón de cuis en un mar de asombro emocionado.

Se quedó allí durante horas contemplando el espectáculo, hasta que oscureció. Después, emprendió despacito el regreso a casa. Era todo cuesta abajo y tendría mucho tiempo para pensar en cómo contarle a Doña Macacha lo que había visto.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Cuesta del Obispo - Salta, Argentina.

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