miércoles, 31 de agosto de 2011
Amaneceres y anocheceres
En las salas de terapia intensiva siempre es de día. Pero es un día raro, de luz fría, sin crepúsculos rojizos ni amaneceres resplandecientes. Solamente amanece cuando alguien se despierta de un coma prolongado y anochece cuando ya no hay más remedio.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
La pajarita Azul
La pajarita Azul sabía imitar a una foca. Lo descubrió una tarde, cuando se echó sobre la panza, bajó las alas, las golpeó una contra otra e hizo con el pico un ruido que sonaba como:
- Errrjjjjk, errrjjjk.
- ¡Qué bárbara! – exclamó un cangrejo que venía caminando de costado por la playa -. ¡Qué bien te sale la foca!
Desde ese momento, cuando al atardecer se armaba alguna reunión de bichos a la orilla del mar, siempre aparecía el pedido:
- Azul, dale, hacé la imitación.
Hasta las mismas focas se la pedían y después aplaudían:
- ¡Miren cómo imitamos a Azul imitándonos. Errrjjjjk, errrjjjk.
La voz se fue corriendo y muy pronto llegó a oídos del cuervo Luto, un pájaro de mal agüero que tenía tarjeta de representante artístico.
Una tarde, cuando Azul acababa de hacer su imitación, Luto se le acercó con cara de circunstancias, esperó a que todos se hubieran ido y le dijo engolando la voz:
- Ejem…. ¿Nunca pensaste en aprovechar ese talento natural?
Azul lo miró sorprendida. ¿Aprovechar? ¿Talento? Si eso era un juego para divertir a sus amigos.
- Pero mi querida… - continuó Luto -, con esa habilidad ya te veo presentándote en todo el circuito de la costa atlántica. Imaginate los carteles y las banderas: “Azul, la pajarita maravillosa”. Un insólito espectáculo”. La gente aplaudiendo a rabiar. Los pedidos de autógrafos. Y después, ¡las giras por el mundo entero!
Ahí sí que a Azul se le abrieron grandes los ojos. Siempre había soñado con viajar por el mundo. Astuto, Luto se dio cuenta de que ése era el punto débil de la pajarita e inmediatamente sacó un contrato de abajo del ala.
-¡Firmalo y el mundo será tuyo!
Y Azul lo firmó. Sin leerlo.
- A partir de mañana, empezamos a armar el espectáculo. No te acuestes tarde que hay que madrugar. Y nada de comer mucho, que eso engorda. Y nada de volar demasiado, que eso cansa. ¡Ah! Y desde ahora, ni se te ocurra volver a hacer la imitación gratis para tus amigos…
- ¿Cómo? – exclamó la pajarita - ¿Ni para mis amigos?
- ¡Para nadie! Eso figura en el artículo uno del contrato que acabás de firmar.
“Bueno”, pensó Azul tratando de consolarse, “Por lo menos voy a conocer el mundo”.
A la mañana siguiente llegó tempranísimo al lugar más apartado de la playa y encontró a Luto impaciente, parado junto a una tarimita de madera.
- ¡Tres minutos tarde! ¡Bueh… por ser la primera vez, te voy a perdonar la multa que figura en el artículo veintiséis del contrato! Vamos a trabajar. Ponete estas plumas.
- Pero si ya tengo… ¿Para qué quiero más?
- Es el negocio del espectáculo, nena. Así te van a ver mejor los que estén en el superpullman. Y pintate ese pico, que está muy pálido. Nadie quiere ver a una pajarita demacrada.
Los ensayos comenzaron, pero sin público no era lo mismo. ¡Más gracia en el movimiento de las alas! ¡Afiná mejor el sonido de la foca! ¡Mantené la cabeza erguida! A las seis de la tarde, a Azul le dolían hasta las uñas y estaba completamente afónica. Se fue arrastrando las patas y, mientras se arrebujaba en su nido, volvió a pensar que por lo menos iba a conocer el mundo e instantáneamente se durmió.
Los días siguientes fueron parecidos pero con más dificultades.
- ¿Para qué es ese trapecio?
- ¡Para que hagas otras pruebas, nena! ¿O creés que solamente con lo de la foca vamos a armar un espectáculo? ¡El público quiere acción, emociones, peligro!
Pero a la vigésima vez que Azul se cayó tratando de dar la vuelta completa al trapecio agarrada del pico, Luto se dio cuenta de que así iba a perder a su estrella exclusiva y eliminó el acto. Lo mismo pasó con el cañoncito a resortes, la catapulta de cañas y la zambullida en el dedal de agua.
- ¡Me estás sacando plumas verdes! – graznaba Luto furioso - ¡Me vas a llevar a la ruina! ¡Ustedes las divas son imposibles!
Y cada noche, la pajarita llegaba a su nido, se frotaba las alas doloridas y apenas alcanzaba a pensar: “Bueno… por lo menos voy a conocer…”, antes de quedarse dormida.
Pero una de esas noches, Azul soñó un sueño maravilloso. Volaba por el mundo, sobre océanos encrespados y valles profundos, alrededor de volcanes encendidos y ciudades resplandecientes. Volaba por playas doradas y bebía el agua helada de los ríos de montaña. Cuando se despertó, supo lo que tenía que hacer.
Por eso, cuando el cuervo Luto llegó esa mañana la playa, se encontró a la pajarita rodeada de sus amigos, haciendo la imitación de la foca.
- ¡¿Pero qué es esto?! ¡El artículo uno del contrato…! ¡Las multas!
- ¿Con qué se las vas a cobrar? ¿Le vas a embargar el nido? – le dijo furioso el cangrejo, mirándolo de costado -. Si ella puede hacer su nido en todas partes… ¡Ya mismo te vas de acá o vas a probar el gusto de mis pinzas.
Y, de a poco, todos los amigos de Azul se fueron acercando amenazantes, ante lo cual Luto, que en el fondo era un cobardón, levantó vuelo y se perdió en el horizonte para nunca más volver.
- ¿Qué te hizo cambiar de idea, pajarita? – le preguntó después una de las focas.
- Bueno…- dijo Azul -. Lo que yo quería más que nada era conocer el mundo. Pero anoche lo soñé y me di cuenta de que ya lo conozco. Está aquí – y se señaló la cabeza -. Y aquí – y se señaló el corazón – Y aquí – y señaló a sus amigos -. No hace falta ir más lejos.
- ¡Bien, Azul! ¡Tres hurras por Azul! ¡Pajarita ídola! – gritaron todos, y después agregaron al mismo tiempo:
- ¡Dale, hacé la imitación!
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Internet.
La costurerita que dio aquel mal paso
Se despertó tendida sobre la grava del terraplén. Con esfuerzo, levantó la cabeza y vio que, de su pierna herida, manaba una corriente de sangre. Con enérgica determinación volvió a desmayarse y soñó que emergía del otro lado de su arteria femoral, munida de hilo y aguja.
— ¡Qué sutura tan fina! ¡Le salvó la vida! — exclamó más tarde el médico de la guardia.
Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
La adivina del caracol
Largo tiempo han padecido los huancavilcas el yugo de los Incas. Son gente del mar y la pelea. Soportan la invasión pero no se acostumbran. Y ahora, para colmo, vendrá a visitar el poblado costeño nada menos que Atahualpa. Dicen que el gran emperador solar viene a consultar a la adivina del caracol. A la Posoria.
Cuando los pobladores de la costa hablan de la Posoria, lo hacen en voz baja. La anciana vidente vive en una casucha apartada. De su puerta salen humos de hierbas quemadas y sonidos de huesos. Cuando camina encorvada por los senderos, la gente cree ver sombras sobre su cabeza. Y su mano flaca siempre aferra el caracol transparente, labrado por las olas, que pende de su cuello.
Cada uno cuenta su historia de una manera diferente. Algunos dicen que llegó del mar cuando era niña, en una balsa de madera. Otros dicen que tenía la piel blanca y se le fue oscureciendo con el sol y la intemperie. Los más viejos afirman que venía envuelta en unas delicadas telas de algodón con extraños dibujos. Y que ya tenía el caracol colgado del cuello.
La buena gente del poblado la adoptó y fue creciendo, extraña, solitaria, como de otro mundo. Un día dijo: “Viene el agua grande”, y una creciente desbordó los ríos llevándose animales y forrajes. Otro día dijo: “Viene fuego del cielo”, y la tormenta incendió con centellas los techos de paja de toda la aldea. Así empezó su fama de adivina.
Tan grandes fueron los rumores del poder de la Posoria, que el mismísimo Huayna Capac, emperador del Sol y padre de Atahualpa, fue a consultarla creyendo que la enviaba el supremo dios Pachacamac. Pero el Inca salió de la casucha pálido y sudoroso. “Te comerá la fiebre y correrá la sangre entre tus hijos”, le había dicho entre dientes la mujer. Y el vaticinio se cumplió.
Pero Atahualpa se cree más valiente que su padre y ahora va a visitarla para que le prediga la victoria sobre su hermano Huáscar porque, efectivamente, la sangre ha corrido entre ellos.
Llega el Inca con su cortejo. Brillan bajo el sol de la mañana las ricas vestiduras de algodón y ondean los mantos de alpaca. Relucen las orejeras y los alfileres de oro, plata y cobre. Flamean las plumas multicolores sobre el tocado del monarca mientras baja por el sendero que lleva a la casucha más alejada y más pobre.
Cuando descorre con la mano la cortina que tapa la entrada, la oscuridad lo ciega. Apenas puede divisar el bulto de la anciana, sentada junto al fogón. Ella mantiene su cara oculta bajo su túnica rotosa porque sabe que muy pocos pueden mirar a la verdad de frente.
“Vencerás a tu hermano”, le dice la Posoria. Y el Inca sonríe satisfecho. “Pero será por poco tiempo”, agrega ella, y continúa, “¡Guárdate de los hombres blancos, de los que llevan barba! Porque traerán fuego y cadenas y muerte para ti y para tu mundo”.
Atahualpa deja unos objetos de oro en el suelo y sale de la choza. Les comenta a sus seguidores: “Esta mujer dice cosas sabias, pero también tonterías”.
Y mientras el Inca vuelve al corazón de su imperio, la Posoria masculla para sí: “Mi trabajo ha terminado”. Se envuelve más apretadamente en su manto y camina hasta la orilla del mar. Allí quita el caracol de su cuello y sopla en él un sonido débil, agudo, prolongado. Y los que la miran de lejos ven, azorados, que el mar se hincha como un animal desperezándose. Y ese animal azul se convierte en una ola gigantesca que salta lentamente sobre la adivina.
Cuando la ola regresa al lugar de donde vino, sobre la playa no quedan más que arena, algas y una miríada de caracoles finamente labrados.
Leyenda ecuatoriana.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Caracol - Internet.
martes, 30 de agosto de 2011
La curandera Curubandá
¡Las leyendas son historias extrañas! Transforman el amor en odio y el odio en amor. Convierten a los seres humanos en ríos y derriten las montañas. Hacen de las flechas, pájaros y del oro, barro. Pero pocas leyendas amasan tanto el dolor y lo convierten en compasión como la historia de la bella Curubandá.
Cuenta la leyenda que la princesa Curubandá amaba al príncipe Mixcone, jefe de una tribu enemiga. Pero su padre, el cacique Curubandé, no podía permitir ese amor, ni tampoco sus frutos. Enfurecido, apresó al príncipe y lo arrojó en la boca hirviente del volcán, a cuya sombra se levantaba el pueblo.
Cuando se enteró del crimen, Curubandá huyó enloquecida hacia el cráter ardiente y arrojó también a su hijo recién nacido. ¿Por qué hizo algo tan terrible? Quizás porque el dolor la cegaba. O por una venganza extraña. O para que el pequeño se reuniera con su padre y descansara eternamente en su regazo.
Luego, la princesa se tiznó el rostro con carbón, cambió sus ropas de fina tela por andrajos y se refugió para siempre en las cumbres del volcán donde dormían sus seres amados.
El cacique Curubandé ordenó que no la buscaran y así pasó el tiempo. De vez en cuando, algún viajero la veía, con los cabellos enmarañados y hablando sola por los senderos de la montaña. Poco a poco, su recuerdo se convirtió en un cuento que se narraba en secreto a la luz de los fogones.
Sin embargo, la princesa solitaria comenzaba a transformar su corazón, atravesado por la locura y el dolor. Con el correr del tiempo, dejó que el agua de lluvia lavara su terrible tristeza. Aprendió de los arroyos a soltar sus amargos pensamientos. Aprendió de las nubes a seguir adelante llevada por el viento. Y, lo más importante, aprendió que en la estación de las lluvias renace todo lo que ha muerto en la estación de la sequía. Los pájaros le enseñaron las artes del nido. Las arañas, la belleza de sus telas. Y todos los animales de la montaña le enseñaron que la vida era más fuerte que la muerte.
Lo más difícil ya había pasado y Curubandá eligió seguir aprendiendo para poner alivio donde hubiera dolor. Las plantas y las hierbas le revelaron sus secretos sanadores. La ceniza del volcán, sus propiedades curativas. Los ríos, las virtudes de las raíces que bebían sus aguas. El viento entre las hojas, las canciones que tranquilizaban el corazón.
Así, la bella princesa envejeció lentamente, creciendo en años y sabiduría. Y los lugareños comenzaron a visitarla para remediar sus males. Atendía a los niños con fiebre y a las ancianas con huesos doloridos. Curaba las heridas del cuerpo y del alma con hierbas o con palabras. Cuando la gente iba a verla, decía: “Voy donde la vieja del rincón” o “voy para el rincón de la vieja”, aludiendo a lo remoto de su morada. Y así se conoció en adelante ese lugar, como el Rincón de la Vieja.
Nadie sabe qué fue de ella después, si murió o se convirtió en parte del lugar que le había enseñado a vivir. Lo cierto es que todos afirman que el espíritu de “la vieja que cura” susurra todavía en los densos bosques que abrazan la cima del volcán.
Leyenda de Costa Rica.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Volcán Rincón de la Vieja, Costa Rica. Tomada del sitio Alertatierra.
¿Cómo se ven las nubes desde arriba?
Todas las tardes, el cuis Anastasio tomaba mate en la puerta de su refugio, cerca del parador del camino. El camino era una cuesta muy larga y empinada que llevaba hasta un pueblito llamado Cachi y por allí pasaban, ida y vuelta, camiones y micros con pasajeros. A la ida, los pasajeros bajaban a tomar rápido un café con leche que les sacara la modorra. Pero, a la vuelta, ya venían bien despiertos, bajaban, estiraban las piernas y hacían comentarios.
- ¡Qué bárbaro!
- ¡Cómo se ven las nubes desde arriba!
-¡Es impresionante!
Como buen cuis, Anastasio era curioso pero nunca iba mucho más allá de la cerca de pircas donde estaba su casa. Sin embargo, esos comentarios siempre lo habían inquietado. ¿Cómo se verían las nubes desde arriba? Por eso, empezó a investigar.
- ¿Alguna vez viste las nubes desde arriba? – le preguntó al tero, que era un poco patotero.
- ¡Como si no tuviera nada mejor que hacer! – le contestó el malhumorado, muy ocupado en poner los huevos en una parte y dar el grito en la otra.
- Bueh… ta’ bien, no te molesto más – dijo el cuis, y se fue a seguir con su encuesta.
Ni la chuña ni el chorlo le dieron mejores respuestas, y tampoco pudo preguntarles a los pájaros que vuelan más alto, como los cóndores y las águilas, porque sabía que no era nada saludable para un cuis llamarles la atención.
Por eso, decidió recurrir a su vecina doña Macacha, la vizcacha, que tenía su vizcachera un poco lejos, para no tentar a los cazadores. Cuando por fin salió Macacha, sosteniendo un montón de ramas, palitos, trapitos y otras menudencias – era su día de limpieza – los dejó en el suelo y escuchó la pregunta del cuis con toda atención porque le gustaba que la consultaran. Tenía fama de sabia.
- Mirá, Anastasito, yo también he escuchado los comentarios de la gente que baja de los micros. Pero como no conozco de esas cosas, no te puedo ayudar. Me parece que las vas a tener que verlas por vos mismo.
- ¡Pero yo no soy un pájaro y eso debe de estar lejísimos para arriba. ¿Cómo hago? Y tampoco puedo subirme a un micro como cuis por su casa.
- Bueno, entonces, empezá a caminar por la cuesta. ¡Que tengas suerte y después contame! A mí también me gustaría saber
Anastasio no durmió durante dos noches pensando en el proyecto y a la tercera decidió partir. De noche no pasaban micros ni camiones y era menos probable que lo vieran sus enemigos, los grandes pájaros. Así anduvo durante un larguísimo rato, parando de vez en cuando para comer algo y tomar agua. Cuando empezó a amanecer, miró para atrás y lo sorprendió ver lo chiquito que parecía el parador allá abajo. Entonces, buscó un refugio y se acostó a dormir.
Mucho tiempo anduvo el cuis, siempre cuesta arriba, caminando de noche y durmiendo de día. Y cada mañana miraba para atrás. Ya no veía el parador, pero a medida que andaba le empezaba a tomar el gustito a eso de ver cosas diferentes, las casas cada vez más chiquitas, los campos como cuadritos verdes y las nubes, que aparecían como velos de algodón transparente, a la misma altura del camino. “Todavía no debe ser aquí”, pensaba sin embargo, “Debe ser mejor más adelante”. Y seguía subiendo. Estaba más flaquito, de tanto andar, pero las patas se le habían puesto más fuertes y el carácter más intrépido.
Un mediodía, escuchó voces desde su refugio y salió a ver.
- Se pinchó una goma y voy a tener que cambiarla.
- Bueno, querido, yo mientras preparo un mate.
Efectivamente, en un costado del camino había un auto detenido y una pareja joven. El cuis no lo pensó dos veces. Se acercó rápido por el otro lado y se metió entre los fierros del chasis, bien agarrado con las cuatro patas.
El resto del viaje fue una pesadilla de tierra, ruidos, bandazos y zangoloteos, pero al final, el auto frenó despacio y, mientras se bajaba, Anastasio escuchó:
- ¡Llegamos al mirador! ¡Qué maravilla!
Cuando se asomó, ¡ah…! los ojos no le alcanzaron para ver esa increíble extensión de espuma blanca, de crema batida, de merengue níveo, de sábanas encrespadas, de algodonales infinitos, de resplandecientes nubes gloriosas que se extendían entre las montañas, más abajo y que convirtieron su corazón de cuis en un mar de asombro emocionado.
Se quedó allí durante horas contemplando el espectáculo, hasta que oscureció. Después, emprendió despacito el regreso a casa. Era todo cuesta abajo y tendría mucho tiempo para pensar en cómo contarle a Doña Macacha lo que había visto.
Cuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Cuesta del Obispo - Salta, Argentina.
El tigre del espejo
Cuentan que hace muchísimos años, el mundo de los espejos y el de los humanos estaban comunicados. Cualquiera podía entrar y salir de un espejo de pared, de un espejito de mano y hasta de los pequeñísimos fragmentos de un espejo roto.
La gente de los espejos se parecía bastante a la gente humana, aunque eran más pálidos y brillaban en las noches de luna. Los animales del mundo de los espejos tenían un pelaje cristalino, plumas transparentes y ojos de un color plateado que centelleaba bajo la luz. El gran tigre era el más hermoso de estos animales, con sus rayas negras como la noche y blancas como la luna. Sus dientes relucían como cuchillos de plata cuando se deslizaba silencioso a través de un espejo para caminar por los larguísimos pasillos del palacio del Emperador Amarillo.
La vida de los dos mundos había transcurrido sin problemas hasta la noche en que el Emperador, desvelado, observó desde su lecho imperial el paso del tigre frente a la puerta de su recámara. Inmediatamente quiso tenerlo cautivo en su zoológico imperial y llamó a sus imperiales guardias para que lo apresaran. Éstos se acercaron medio muertos de miedo y provistos de una enorme red. Se ubicaron temblando a ambos lados del final del pasillo y lanzaron la red sobre el majestuoso animal.
El rugido del tigre prisionero hizo temblar las paredes del palacio, rompió los vidrios de los ventanales y, atravesando los espejos, llegó hasta los oídos de la gente del otro lado. Entonces, se declaró la guerra.
La gente de los espejos se armó con lanzas de plata y espadas de cristal para rescatar al tigre. Los soldados del Emperador se armaron con mazas de bronce y escudos de hierro para prevenir el ataque. Durante días y noches, los dos ejércitos aguardaron, tensos y sin dormir, el momento de la batalla. Mientras tanto, el tigre recorría una y otra vez su estrecha celda mordiendo los barrotes.
Por fin, una noche sin luna, la gente de los espejos cruzó el cristal que los separaba y arremetió, pálida y fantasmal, contra los soldados del Emperador. La sangre de los humanos corrió roja como el coral y la sangre de sus rivales corrió plateada como el mercurio. Una y otra vez ganaron y perdieron sendas batallas, con una tristísima pérdida de vidas en los dos bandos. Sin embargo, la guerra no terminaba de definirse y el pueblo del Imperio Amarillo empezaba a hartarse de ver morir a sus hijos por un capricho de su gobernante. Temeroso de perder su poder, el Emperador Amarillo llamó a su palacio a un hechicero famoso.
—¿Cómo puedo ganar esta guerra sin perder a mi tigre? – preguntó.
—El secreto es el azogue, mi señor – respondió el hechicero-. El azogue es la base de los espejos y, si bañáis en él al ejército enemigo, volverán adonde les corresponde.
El Emperador encargó a los sabios y alquimistas que prepararan incontables recipientes repletos de azogue y simuló una retirada de su ejército. Cuando la gente del espejo invadió la plaza imperial creyendo haber ganado la guerra, desde lo alto de las murallas recibió un baño líquido y plateado que, poco a poco, los fue disolviendo y devolviéndolos a su mundo. En algunas horas, la gente del espejo quedó prisionera detrás de los espejos de pared, de los espejos de mano y hasta de los pequeñísimos fragmentos de un espejo roto.
Pero allí no se detuvo la venganza del Emperador, sino que los condenó a repetir para siempre los gestos de los humanos. Por eso, desde ese momento, los espejos copian nuestras caras y nuestros gestos.
Sin embargo, la historia también dice que un día los seres humanos del espejo se despertarán de este sueño mágico, y que el primero en despertarse será un nuevo tigre. Entonces, los espejos no nos devolverán nuestra imagen sino otra diferente. Cada vez más diferente y cada vez más parecida al resplandor del tigre liberado.
Leyenda china.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Internet.
La Tatuana
Todo el pueblo de Santiago de Guatemala hablaba de la recién llegada. Decían que había aparecido una mañana, de la nada, en la calle principal, con una pila de baúles. Algunos imaginaban que habría desembarcado de una de las naves que comerciaban entre la Colonia y España, pero nadie podía afirmarlo. Era muy hermosa, vestía como una mujer adinerada y tenía un andar entre gracioso y arrogante. Debía poseer mucho dinero porque rentó una de las casas señoriales y allí se estableció. Era muy raro que una dama anduviera sola en esos tiempos, pero nadie se atrevía a preguntarle nada. Cuando alguien quiso saber su nombre, dijo que la llamaran simplemente Tatuana.
Pasados algunos meses, “la” Tatuana comenzó a dar fiestas en su casa. Todo el mundo se moría por asistir para saber un poco más de la misteriosa desconocida. Hombres y mujeres iban vestidos con todas las galas y las reuniones se prolongaban, entre manjares deliciosos y vinos españoles, hasta entrada la noche. En esas épocas, el pueblo de Santiago tenía muy pocas diversiones y una de ellas era hablar de los demás. Muy pronto comenzaron a circular rumores extraños. Que era viuda y tal vez había matado a su marido para heredarlo. Que en su casa había una habitación que siempre estaba cerrada. Que a veces la habían visto con los dedos tiznados. Que ejercía una fascinación fatal sobre los hombres. Que su provisión de dinero parecía no tener fin, sin que tuviera ninguna fuente comprobable. De allí a afirmar que tenía un pacto con el Diablo, había un solo paso.
Ese paso lo dio un pequeño grupo de vecinas del pueblo, molestas tal vez porque sus maridos no hacían otra cosa que alabar a la desconocida. Poco a poco comenzaron a correr la voz de que, por la noche, desde su casa se escuchaban cantos extraños y se olían vapores de mirra y benjuí –aromas que, como todo el mundo sabe, le agradan al Maligno-.
Eran tiempos peligrosos para que alguien tuviera tratos con Satán y los rumores no tardaron en llegar a oídos del representante de la Inquisición, que se dedicaba a buscar y a eliminar cualquier herejía que atentara contra la Iglesia. El señor inquisidor tomó cartas en el asunto. Reunió toda la información que vecinas e interesados quisieron brindarle y llegó a la conclusión inapelable de que debía intervenir.
Fue justamente el día en que la Tatuana festejaba el primer año de su arribo a estas tierras con una gran fiesta, que el señor inquisidor tocó a su puerta, acompañado por varios oficiales con orden de arrestarla. Caminó a pie hasta su lugar de detención, vestida de gala y sin perder su andar gracioso y arrogante. Cuando llegó a su celda, se sentó en la pequeña silla de madera, miró al inquisidor a los ojos y le preguntó de qué se la acusaba. El hombre se sintió conmovido ante su profunda y bella mirada, pero recordó su deber y le explicó los cargos de brujería. Muchos vecinos eran testigos –le dijo- de sus malas artes y de sus tratos con el demonio. Ante tantas pruebas, el tribunal la había encontrado culpable y sería quemada en la hoguera frente a todo el pueblo al día siguiente.
La Tatuana disimuló orgullosamente las lágrimas de rabia y pidió un último deseo. “¿Un trozo de carbón?”, dijo sorprendido el inquisidor ante la extraña solicitud. “Un trozo de carbón para dibujar. Es lo único que me liberará de tanta pena”, dijo la condenada. .Nada raro podía suceder con un pedido tan inocente y el señor ordenó que se lo trajeran y que la dejaran sola para arrepentirse de sus malas acciones.
Ya habían erguido el poste central con la pila de troncos para quemarla en la plaza, cuando la fueron a buscar al día siguiente. El señor inquisidor, seguido del carcelero, de un cura confesor y de la guardia entraron en la celda y se quedaron mudos del asombro. Allí no había nadie. La cama aún estaba tibia pero, ni rastros de la Tatuana. A la débil luz que entraba por las rejas de la ventana pudieron ver, en la pared de enfrente, la silueta de un barco con una mujer parada en la proa. Todo ello dibujado con trazos firmes de carbón.
Leyenda guatemalteca.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Buganvilia - Antigua, Guatemala.
lunes, 29 de agosto de 2011
La leyenda de los guacamayos
Hace cientos de años que las abuelas del pueblo cañaris les cuentan a sus nietos, antes de dormir, la leyenda de los guacamayos. Mientras los arropan para que no sientan frío, dicen así:
“Había una vez dos niños llamados Can y Ara. Can era veloz y astuto como una serpiente. Ara era liviana y bella como un pájaro. Y a los dos les gustaba trepar a la montaña mágica, la que crecía con la lluvia. Pero sucedió que, un día, mientras saltaban entre las piedras, se desató una terrible tormenta. Rápidamente, los niños buscaron refugio en una cueva y esperaron hasta que el sueño los venció. Al despertar, vieron que la cumbre de la montaña casi tocaba las nubes y, alrededor de ellos, no había más que agua. Agua por todas partes.
—Tengo hambre —dijo Can restregándose los ojos por el sueño.
—Yo también—dijo Ara—. Busquemos algo para comer.
Pero entre las piedras no había más que raíces y pastos duros. Y, aunque anduvieron horas buscando comida, esa noche se fueron a dormir en ayunas. Lo mismo sucedió durante dos días más.
—Tengo muchísima hambre—lloró Can al amanecer del tercer día—. Ya me duele la panza.
Sin embargo, al salir de la cueva, dieron un grito de alegría. Sobre una piedra chata había mazorcas de maíz amarillo, plátanos verdes y sabrosa yuca. Sin pensarlo dos veces, los niños se abalanzaron hacia la inesperada comida y se dieron un banquete. Sin embargo, no lograron ver quién la había traído.
Durante los días siguientes, también encontraron fruta, choclos, cangrejos y otras delicias sobre la piedra. Hasta que, una noche, Ara sintió curiosidad por saber quiénes eran sus benefactores.
—Escondámonos detrás de esa piedra mañana, antes que amanezca —dijo.
Así lo hicieron y, ¡oh, sorpresa!, al amanecer vieron llegar a unos loros muy extraños, que llevaban comida en sus picos. Las aves tenían un plumaje extraordinario, de mil colores brillantes.
—¡Mira, Ara! ¡Qué raros son! —gritó Can asombrado.
El grito asustó a los loros, que en realidad eran guacamayos, y emprendieron la retirada en medio de un revoloteo de chillidos y plumas.
—¡No se asusten! —les dijo Ara con suavidad—. Queremos darles las gracias por salvarnos la vida.
Los guacamayos se tranquilizaron y, a partir de ese día, continuaron bajando todas las mañanas para alimentar a los niños.
Pasó mucho tiempo y, cuando por fin bajaron las aguas, Can y Ara quisieron volver a su antiguo pueblo. Pero Ara no deseaba perder a sus amigos y, por eso, amarró con una cuerda la pata del más anciano.
—Perdóname por hacerte esto—le dijo—. Pero vendrás con nosotros.
Y como los guacamayos nunca abandonan a uno de los suyos, toda la bandada los siguió”.
Cuando llegan a este punto de la historia, las abuelas del pueblo cañaris les dicen a sus nietos, que ya están a punto de dormirse:
“Cuando Can y Ara llegaron al valle, los guacamayos se convirtieron en hombres y mujeres más hermosos que el arcoíris. Y ese fue el origen de nuestro pueblo”.
Leyenda ecuatoriana.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Guacamayo - Guayaquil, Ecuador.
La piel de foca
Cuenta la leyenda que un pescador caminaba una noche por la costa cuando encontró una piel de foca. Inmediatamente la levantó, miró hacia el mar y luego corrió hasta su cabaña.
El pescador se llamaba Tom. La noche era la del solsticio de verano y la piel de foca escondía un secreto que los antiguos habitantes del lugar conocían muy bien.
Cuando Tom llegó a su cabaña, la hijita menor le preguntó:
—¿Qué traes ahí?
—Nada importante —le dijo el pescador. Y ocultó la piel de foca entre unas maderas del techo.
Un rato después llegaron los otros dos hijos de Tom, una jovencita y un muchacho. Hablaron poco mientras preparaban la cena y más tarde comieron en silencio. La vida de los cuatro transcurría así, apagada y triste desde hacía más de un año. Desde que una fiebre irremediable se llevara a la madre de los niños. Solamente la hijita menor conservaba algo de alegría, pero no era suficiente para iluminar la casa.
A la mañana siguiente, el pescador regresó a la costa y caminó a lo largo de la playa. De pronto, vio entre unas rocas la figura de una mujer y se acercó a ella. Era increíblemente hermosa. Una larga cabellera oscura cubría su cuerpo y sus ojos tenían el azul profundo del mar.
—Devuélveme mi piel —le dijo a Tom —Sin ella no podré volver a mi hogar.
Pero el pescador la miraba fascinado. Había encontrado a una selkie, una de las hadas marinas de las que escuchara hablar desde su infancia. Llegaban hasta la playa como focas y, al despojarse de su piel, se transformaban en bellísimas mujeres. Parecían tímidas y extrañas pero eran excelentes madres y traían paz y prosperidad a los hogares.
—No te devolveré tu piel — dijo el hombre—. Necesito que vengas conmigo. Mis hijos y yo estamos tristes. En mi casa el fuego no da calor y la alegría se ha ido.
Algo en la voz y la mirada del hombre conmovió a la mujer, que aceptó acompañarlo.
Desde ese momento, todo cambió en la cabaña del pescador. El fogón volvió a chisporrotear con un calor vivaz y resonaron otra vez las risas de los hijos. Las flores de cien plantas se abrieron alrededor de la casa y una nube de colores adornó sus ventanas. De la chimenea se alzó un humo lleno de sabores deliciosos y las canciones poblaron el aire.
Unos meses después, el llanto de un niño nuevo se escuchó en la cabaña. Era el hijo del pescador y la selkie. Tenía la fuerte contextura del padre, pero sus cabellos eran oscuros y sus ojos, tan azules como los de la madre. Y, entre los dedos de sus manos y sus pies, se extendían unas pequeñas, traslúcidas membranas de piel.
Durante mucho tiempo todo fue prosperidad para Tom y su familia. La pesca era abundante y los habitantes de la aldea aceptaron a la esposa, aunque murmuraran a sus espaldas. Todos sabían que una selkie podía ser una bendición para los hombres solos pero su carácter era impredecible. Se decía que algunos aldeanos eran hijos de esas hadas marinas y se los llamaba “los oscuros” por el color de su cabello y el azul insondable de sus ojos. Todos tenían una mirada de nostalgia y ninguno disfrutaba del calor de su madre.
Tom se dio cuenta de que algo andaba mal cuando, una tarde, encontró a la mujer en la playa, mirando el mar con una expresión de infinito anhelo. Y más todavía cuando, una noche, advirtió que ella no estaba en la cama, salió a buscarla y la halló bailando una danza extraña a la luz de la luna. Sin embargo, prefirió no darse por enterado e intentó que la vida siguiera como siempre.
Pero una mañana, mientras el pescador navegaba en la bahía y los hijos mayores estaban en el pueblo, la mujer le preguntó, como al pasar, a la hija más pequeña:
—Tu padre trajo una vez una piel de foca, ¿no es así?
—Sí —dijo la niña—. Está allí arriba, entre las maderas del techo.
Cuando Tom y los hijos mayores regresaron a la casa, el fuego estaba encendido y la comida se entibiaba sobre la mesa. La hija menor mecía la cuna del recién nacido pero la mujer ya no estaba. Desesperado, el pescador buscó entre las maderas del techo. La piel había desaparecido.
El hombre corrió hacia la costa decidido a tomar su bote y buscarla, pero se levantó un viento huracanado. Porque las selkies también eran capaces de convocar tormentas y borrascas que se llevaban la vida de los humanos.
Y así se fue el hada marina, la mujer-foca, sin mirar atrás. El poderoso llamado del mar fue más fuerte que cualquier voz de la tierra. Sin embargo, dicen los pescadores que, algunas noches, se levanta desde las profundidades una tenue, extraña canción. “Es la selkie que le canta a su hijo”, comentan y luego se quedan en silencio frente a sus jarras de cerveza.
Leyenda irlandesa.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Acantilados de Moher - Irlanda
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