domingo, 19 de agosto de 2012

Los tres sabios de Oriente


El rey, cruel y astuto, se paseaba por la sala del trono con el ceño fruncido frente a sus consejeros.
-¡Tienen que encontrar a ese niño de una vez por todas! —exclamó impaciente—. ¡La seguridad de mi reinado está en juego y ustedes no hacen nada!
—Pero Gran Señor…—intentó hablar uno de los consejeros.
—¡Nada! —insistió el soberano—. Encuéntrenlo o serán responsables de la peor matanza que han visto sus inútiles ojos. Hasta sus propios hijos morirán.

Un escalofrío de terror recorrió a los presentes. Por suerte para ellos, el jefe de la guardia entró en la sala e hizo una profunda reverencia,
—Con el permiso de Su Excelencia, han llegado los tres hombres sabios de Oriente que anunciaron ayer su visita.
—Háganlos pasar. Después continuaremos con este tema—gruñó el rey. Y los consejeros se retiraron con un suspiro de alivio momentáneo.

Mientras los cortesanos salían, ingresaron a la sala tres hombres muy diferentes entre sí, aunque todos con el mismo aplomo y dignidad.
—Gran Señor, te presentamos nuestro saludo—dijo el hombre mayor haciendo una ligera reverencia. Era un anciano de largos cabellos y barba blanca que vestía una túnica ocre bordada en oro. Sus dibujos reproducían lunas, estrellas y otros signos desconocidos para el rey, que lo miró con atención.
—Hemos venido de muy lejos, guiados por señales misteriosas—dijo el segundo hombre inclinándose también ante el soberano. Este viajero era el más joven de los tres y sus cabellos eran rubios como el trigo. Su ropa mostraba las señales del viaje, pero aun así estaba lujosamente entretejida con hilos multicolores.
—Buscamos a un niño que acaba de nacer. Hemos sabido que las estrellas le auguran un destino fuera de lo común, y queremos presentarle nuestros respetos y entregarle algunos regalos— agregó el tercer hombre, cuya tez era tan oscura como el ébano. En los hilados de sus ropas relucían los más bellos colores de la naturaleza.
—Pensamos que quizás Su Majestad sepa dónde podemos encontrarlo.

Un repentino destello asomó a los ojos del rey, que sin embargo intentó disimularlo. Acariciando su barba gris, enarcó las cejas y habló con un tono amable.
—Me gustaría mucho tener noticias de ese notable niño que mencionan. Por desgracia no sé nada acerca de él pero mi interés es grande. Es más, si ustedes logran encontrarlo, avísenme inmediatamente y los recompensaré con más riquezas de las que han visto jamás.

Los tres hombres sabios hicieron una cortés reverencia y se retiraron caminando hacia atrás, para no darle la espalda al soberano. Una vez afuera del palacio y mientras arreglaban los arreos de sus cabalgaduras, el sabio mayor murmuró:
—Tendremos que confiar en las estrellas si queremos encontrarlo.

Enseguida, montó en su caballo persa. El hombre de tez oscura hizo arrodillar a su camello para instalarse entre sus jorobas y el menor tocó ligeramente con una vara la trompa de su elefante, que se inclinó para dejarlo subir a su lomo. Luego se encaminaron lentamente hacia la árida ruta que los aguardaba.

La noche los sorprendió en pleno camino y decidieron detenerse un rato para comer algo y dejar descansar a sus cabalgaduras. El hombre joven reunió algunas hierbas secas y, con un gesto rápido de las manos hizo brillar el fuego en medio de la oscuridad. El mayor miró atentamente hacia el cielo y dijo:
—No hay duda. La luz nos indica claramente que éste es el rumbo.
—Preparemos lo necesario —agregó el joven.

Entonces, cada uno buscó en su equipaje y colocaron sobre la arena tres pequeños cofres de oro y ébano. Los abrieron. Estaban vacíos. El hombre mayor dijo unas palabras en lengua desconocida; el hombre de tez oscura cantó una canción extraña; e hombre joven movió sus manos delgadas como dibujando en el aire. Luego algo ocurrió. Después recogieron sus cofres y. cerrándolos cuidadosamente, los volvieron a guardar en las alforjas.

En ese momento, una figura encapuchada emergió de las sombras que rodeaban el improvisado campamento. Los sabios se sorprendieron y el más joven echó mano de un pequeño puñal dorado que guardaba entre sus ropas.
—No se asusten. No soy un ladrón —dijo el recién llegado echando hacia atrás la capucha que le cubría el rostro —. Vengo a advertirles sobre un gran peligro. El rey planea matar al recién nacido.

Dichas estas palabras, volvió a encapucharse, dio media vuelta y desapareció tan repentinamente como había aparecido.

Los sabios se miraron. Estaban acostumbrados a reconocer a los emisarios del misterio y se pusieron inmediatamente en marcha.

Aún no había amanecido cuando llegaron a las afueras de un pueblo. La gente dormía y el silencio era tan profundo que resonaba en sus oídos. Después de consultar atentamente las estrellas, se dirigieron sin vacilar hacia un pequeño establo donde titilaba una luz sorda. Golpearon la puerta con tres toques ligeros y después entraron.
—Que la paz esté con ustedes—dijo el sabio mayor.
—Que también a ustedes los acompañe —respondió algo sorprendido un hombre joven que se disponía a atizar el fuego de una pequeña hoguera.
—Que esté con ustedes —contestó una joven mujer que sostenía a un niño en sus brazos.
—Hemos venido desde muy lejos para presentarle nuestros respetos al recién nacido —dijo el sabio moreno.

Acto seguido, depositaron frente al niño los tres cofres de ébano y los abrieron. En el primero apareció una pequeña montaña de polvo de oro. Del segundo surgió el penetrante aroma de la mirra. En el tercero había un puñado de incienso perfumado.
—Pero también venimos a advertirles sobre el gran peligro que corre —siguió  el sabio joven.
—El rey planea matarlo y deben huir ahora mismo —concluyó el sabio moreno.

Ayudada por los sabios, la joven pareja reunió las pocas pertenencias que tenía, las cargó en su burro y, después de agradecerles, se lanzó con su niño al camino que comenzaba a dibujarse en la primera luz de la mañana.

Los tres sabios de Oriente los miraron irse hasta que se perdieron en un recodo de la ruta.
—Nuestra misión está cumplida —dijo el sabio joven.
—Podemos volver a nuestras tierras —dijo el sabio de tez oscura.
—Y el rey jamás sabrá lo que ha sucedido —concluyó el sabio mayor—. Roguemos al cielo por la suerte de este niño.

Dicho esto, los tres partieron hacia  rumbos diferentes, camino a los sitios que los habían visto nacer.

Leyenda bíblica.
Versión de Graciela Pérez Aguilar
Foto: Estrella fugaz, tomada de Little boss

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