El
rey, cruel y astuto, se paseaba por la sala del trono con el ceño fruncido
frente a sus consejeros.
-¡Tienen
que encontrar a ese niño de una vez por todas! —exclamó impaciente—. ¡La
seguridad de mi reinado está en juego y ustedes no hacen nada!
—Pero
Gran Señor…—intentó hablar uno de los consejeros.
—¡Nada!
—insistió el soberano—. Encuéntrenlo o serán responsables de la peor matanza
que han visto sus inútiles ojos. Hasta sus propios hijos morirán.
Un
escalofrío de terror recorrió a los presentes. Por suerte para ellos, el jefe
de la guardia entró en la sala e hizo una profunda reverencia,
—Con
el permiso de Su Excelencia, han llegado los tres hombres sabios de Oriente que
anunciaron ayer su visita.
—Háganlos
pasar. Después continuaremos con este tema—gruñó el rey. Y los consejeros se
retiraron con un suspiro de alivio momentáneo.
Mientras
los cortesanos salían, ingresaron a la sala tres hombres muy diferentes entre
sí, aunque todos con el mismo aplomo y dignidad.
—Gran
Señor, te presentamos nuestro saludo—dijo el hombre mayor haciendo una ligera
reverencia. Era un anciano de largos cabellos y barba blanca que vestía una
túnica ocre bordada en oro. Sus dibujos reproducían lunas, estrellas y otros
signos desconocidos para el rey, que lo miró con atención.
—Hemos
venido de muy lejos, guiados por señales misteriosas—dijo el segundo hombre
inclinándose también ante el soberano. Este viajero era el más joven de los
tres y sus cabellos eran rubios como el trigo. Su ropa mostraba las señales del
viaje, pero aun así estaba lujosamente entretejida con hilos multicolores.
—Buscamos
a un niño que acaba de nacer. Hemos sabido que las estrellas le auguran un
destino fuera de lo común, y queremos presentarle nuestros respetos y
entregarle algunos regalos— agregó el tercer hombre, cuya tez era tan oscura
como el ébano. En los hilados de sus ropas relucían los más bellos colores de
la naturaleza.
—Pensamos
que quizás Su Majestad sepa dónde podemos encontrarlo.
Un
repentino destello asomó a los ojos del rey, que sin embargo intentó disimularlo.
Acariciando su barba gris, enarcó las cejas y habló con un tono amable.
—Me
gustaría mucho tener noticias de ese notable niño que mencionan. Por desgracia
no sé nada acerca de él pero mi interés es grande. Es más, si ustedes logran
encontrarlo, avísenme inmediatamente y los recompensaré con más riquezas de las
que han visto jamás.
Los
tres hombres sabios hicieron una cortés reverencia y se retiraron caminando hacia
atrás, para no darle la espalda al soberano. Una vez afuera del palacio y
mientras arreglaban los arreos de sus cabalgaduras, el sabio mayor murmuró:
—Tendremos
que confiar en las estrellas si queremos encontrarlo.
Enseguida,
montó en su caballo persa. El hombre de tez oscura hizo arrodillar a su camello
para instalarse entre sus jorobas y el menor tocó ligeramente con una vara la
trompa de su elefante, que se inclinó para dejarlo subir a su lomo. Luego se
encaminaron lentamente hacia la árida ruta que los aguardaba.
La
noche los sorprendió en pleno camino y decidieron detenerse un rato para comer
algo y dejar descansar a sus cabalgaduras. El hombre joven reunió algunas
hierbas secas y, con un gesto rápido de las manos hizo brillar el fuego en
medio de la oscuridad. El mayor miró atentamente hacia el cielo y dijo:
—No
hay duda. La luz nos indica claramente que éste es el rumbo.
—Preparemos
lo necesario —agregó el joven.
Entonces,
cada uno buscó en su equipaje y colocaron sobre la arena tres pequeños cofres
de oro y ébano. Los abrieron. Estaban vacíos. El hombre mayor dijo unas
palabras en lengua desconocida; el hombre de tez oscura cantó una canción
extraña; e hombre joven movió sus manos delgadas como dibujando en el aire.
Luego algo ocurrió. Después recogieron sus cofres y. cerrándolos cuidadosamente,
los volvieron a guardar en las alforjas.
En
ese momento, una figura encapuchada emergió de las sombras que rodeaban el
improvisado campamento. Los sabios se sorprendieron y el más joven echó mano de
un pequeño puñal dorado que guardaba entre sus ropas.
—No
se asusten. No soy un ladrón —dijo el recién llegado echando hacia atrás la
capucha que le cubría el rostro —. Vengo a advertirles sobre un gran peligro. El
rey planea matar al recién nacido.
Dichas
estas palabras, volvió a encapucharse, dio media vuelta y desapareció tan
repentinamente como había aparecido.
Los
sabios se miraron. Estaban acostumbrados a reconocer a los emisarios del
misterio y se pusieron inmediatamente en marcha.
Aún
no había amanecido cuando llegaron a las afueras de un pueblo. La gente dormía
y el silencio era tan profundo que resonaba en sus oídos. Después de consultar
atentamente las estrellas, se dirigieron sin vacilar hacia un pequeño establo
donde titilaba una luz sorda. Golpearon la puerta con tres toques ligeros y
después entraron.
—Que
la paz esté con ustedes—dijo el sabio mayor.
—Que
también a ustedes los acompañe —respondió algo sorprendido un hombre joven que
se disponía a atizar el fuego de una pequeña hoguera.
—Que
esté con ustedes —contestó una joven mujer que sostenía a un niño en sus
brazos.
—Hemos
venido desde muy lejos para presentarle nuestros respetos al recién nacido
—dijo el sabio moreno.
Acto
seguido, depositaron frente al niño los tres cofres de ébano y los abrieron. En
el primero apareció una pequeña montaña de polvo de oro. Del segundo surgió el
penetrante aroma de la mirra. En el tercero había un puñado de incienso
perfumado.
—Pero
también venimos a advertirles sobre el gran peligro que corre —siguió el sabio joven.
—El
rey planea matarlo y deben huir ahora mismo —concluyó el sabio moreno.
Ayudada
por los sabios, la joven pareja reunió las pocas pertenencias que tenía, las
cargó en su burro y, después de agradecerles, se lanzó con su niño al camino
que comenzaba a dibujarse en la primera luz de la mañana.
Los
tres sabios de Oriente los miraron irse hasta que se perdieron en un recodo de
la ruta.
—Nuestra
misión está cumplida —dijo el sabio joven.
—Podemos
volver a nuestras tierras —dijo el sabio de tez oscura.
—Y
el rey jamás sabrá lo que ha sucedido —concluyó el sabio mayor—. Roguemos al
cielo por la suerte de este niño.
Dicho
esto, los tres partieron hacia rumbos
diferentes, camino a los sitios que los habían visto nacer.
Leyenda
bíblica.
Versión
de Graciela Pérez Aguilar
Foto:
Estrella fugaz, tomada de Little boss
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