martes, 21 de agosto de 2012

Fata Morgana


—¡Parecen castillos en el aire! —exclamó Alina haciendo visera con la mano para protegerse del sol.

Efectivamente, desde la cubierta del ferry se divisaba, sobre el horizonte, una extraordinaria hilera de construcciones fantasmagóricas que tenían cimientos invisibles. Parecían castillos de cuentos de hadas flotando en el aire caliente de la mañana.
—En la guía turística dice que son una ilusión óptica —explicó Joaquín, con el afán científico de siempre—. Se producen por la diferencia de temperatura entre las masas de aire calientes y frías. Las del estrecho de Messina son las más famosas.

En ese momento, la cubierta del ferry estaba casi vacía. Era una pequeña embarcación que hacía el viaje por el estrecho de Messina, entre Calabria y Sicilia, llevando viajantes, lugareños y turistas de una costa a la otra. Alina y Joaquín pertenecían a la última categoría, mochileros de vacaciones con poco dinero y ganas de conocer el mundo. Aparte de ellos, solamente contemplaba el espectáculo una mujer anciana, sentada al reparo del sol sobre una reposera.
—Se los conoce como “fata morgana” —les dijo amablemente a los viajeros.
—Sí —sonrió Joaquín—. Aquí en la guía lo menciona.
—¿Y explica el origen de ese nombre? —La anciana hablaba un castellano muy correcto, con un acento imposible de descifrar.
—No. Solamente dice eso.
—¿Les interesaría conocer la historia?

Por un momento, Alina temió que la mujer fuera una de esas charlatanas insoportables que a veces se habían encontrado durante el viaje, pero había algo diferente en su aspecto y en su manera  de hablar que le despertó curiosidad. Además, la travesía era larga y no tenían otra cosa qué hacer.
—Sí —dijo— ¿Nos la quiere contar?

Joaquín cerró la guía y los dos se sentaron en reposeras vecinas. La anciana sacó de su bolso un enorme pañuelo violeta y se cubrió la cabeza a la manera de las mujeres musulmanas. Por el borde del pañuelo asomaban sus largos mechones de canas, agitados por el viento suave de la mañana. Parecían danzar con vida propia.
—En italiano —les explicó—, “fata morgana” quiere decir hada Morgana, y se refiere a una maga legendaria de las antiguas tradiciones celtas.
—Vi algo de eso en una película —dijo Joaquín—. Tenía que ver con el rey Arturo.
—Y con el mago Merlín —acotó Alina.

Una sonrisa algo amarga curvó los labios de la anciana.
—Es verdad. Algo tenía que ver con los dos. Pero no de la manera que cuentan las películas. Se decía que Morgana, o Morgan Le Fay, como también la llamaban, era media hermana del rey Arturo. Compartían la misma madre, lady Igraine, pero tenían diferente padre. Allí es donde entra Merlín en esta historia.
—¿De qué manera? —preguntó Alina.
—Lady Igraine estaba casada con Godois, rey de Cornuailles y Morgana era su hija recién nacida Pero un rey vecino llamado Uther se enamoró de la reina y, gracias a un hechizo de Merlín, pudo entrar en el castillo mientras su marido estaba ausente. De esa relación nació Arturo, que fue entregado a otra familia para que lo criara. Así fue como Arturo y Morgana resultaron medio hermanos pero crecieron separados, sin saber nada uno del otro. Merlín se encargó de instruir a los dos en las ciencias y las artes mágicas, aunque la niña fue su mejor discípula. Las mujeres celtas heredaban la magia de la Tierra, y esa fue su mayor habilidad. Tenía otras dos hermanas, hijas de Igraine y de Godois, que ya nadie recuerda.

La mujer hizo una pausa y miró el horizonte. El “fata morgana” estaba en su mayor esplendor. Casi podían adivinarse banderas flameando en las altísimas torres de los castillos aéreos.
—Morgana creció solitaria, merodeando entre las pilas de antiguos pergaminos del palacio de sus padres. Aprendía cada vez más sobres las artes oscuras, y comenzaron a circular historias extrañas sobre ella. Que era capaz de crear y destruir seres. Que podía transformarse en lo que quisiera. Especialmente, decían, en una corneja. También tenía la habilidad de curar. Pero su vida cambió cuando el rey Godois murió durante una batalla.
—Se ve que eran tiempos difíciles —comentó Joaquín—. ¿Qué pasó entonces?
—El rey Uther, el mismo que era padre de Arturo, se casó finalmente con Igraine, la madre de Morgana. Sus dos hermanas también se casaron y dicen que Morgana fue encerrada en un convento. ¡Eso fue una tragedia para ella!
—¿Por qué? —preguntó Alina intrigada por el tono de la anciana al pronunciar esta última frase.
—Piensen que, en esas épocas, el cristianismo iba tomando cada vez más poder en esas tierras. Y Morgana había crecido en las antiguas tradiciones religiosas de los celtas. En el convento sufrió toda clase de burlas y castigos por su conocimiento de las artes mágicas. Además, ése era un mundo gobernado por los hombres y una mujer, por fuerte e inteligente que fuera, estaba destinada al matrimonio o al convento.
—¿Y entonces, qué le pasó? —Alina estaba cada vez más intrigada.
—Algunos dicen que desapareció para siempre. Pero hay otra historia mucho más terrible. Se cuenta que Morgana y Arturo, sin saber que eran medio hermanos, se sintieron atraídos y de esa relación nació un hijo, Mordred.
—¡Pero eso es una tragedia griega! —exclamó Joaquín.
—Los griegos las escribieron, pero tragedias hay en todas partes —sonrió la mujer—.  Lo cierto es que Mordred creció alimentando un enorme odio contra su padre, que nunca quiso reconocerlo. Arturo se había casado con Ginevra, una reina muy cristiana que detestaba todas las tradiciones celtas.
—Seguro que Morgana tuvo algo que ver con el odio de Mordred —acotó Alina.
—El mundo de Morgana se estaba cayendo a pedazos. Los sacerdotes druidas eran perseguidos. Las mujeres, confinadas a sus hogares. Hasta el mismo Merlín había desaparecido. Todo se reducía a una serie de batallas por el poder entre señores feudales. Pero, volviendo a nuestra historia, Mordred mató a su padre, Arturo, en una batalla donde también él murió.
—¿Qué pasó con Morgana entonces? —preguntó Joaquín.
—Llevó el cuerpo del rey Arturo a una isla misteriosa llamada Avalon, donde le rindió honores fúnebres.
—¿Y después?
—Nunca nadie volvió a saber nada más de ella —concluyó la mujer, quitándose el enorme pañuelo violeta, que aleteó en el viento. Y agregó—. Hace mucho calor. ¿No les gustaría traer unos refrescos? Me encantaría tomar limonada.
—Ya mismo vamos. También tenemos sed —dijeron los jóvenes.

Diez minutos después volvieron a la cubierta con latas de gaseosas y vasos de plástico, pero ya no había nadie.
—¿Vio a una mujer anciana por aquí? —le preguntaron en un trabajoso italiano a un marinero que apareció, balde y escoba en mano. El hombre negó con la cabeza.
De pronto, un graznido resonó desde la antena de radio del barquito. Los jóvenes se miraron.
—¿Qué pájaro es ése?
—¡Che strano…! Questa é una cornacchia —dijo el hombre.

No necesitaron traducción. Era extraño porque jamás se las encontraba por esas latitudes. Pero la corneja graznó una vez más y se elevó en un vuelo raudo hacia los castillos de aire.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar, inspirado en una leyenda inglesa.
Foto: Fata morgana, tomada del blog Just random

lunes, 20 de agosto de 2012

El animal preferido de Dios


Cuenta la leyenda que, un día, Dios salió a caminar por el mundo para contemplar su creación. Mientras cruzaba el desierto, escuchó los lamentos de un beduino y se detuvo para averiguar la razón de su llanto.
—¿Qué te sucede?—le preguntó.
—¡Oh. Altísimo!—replicó el hombre—. He viajado por la Tierra y he visto las incontables riquezas que les diste a otros pueblos. Ellos tienen ríos caudalosos, tierras fértiles, inmensos bosques y montañas de oro y plata. A mí, en cambio, solo me diste esta arena que quema mis pies.

Dios miró a su alrededor y reconoció que el beduino tenía razón.
—No llores más—le dijo—. Te daré algo que ningún otro ser humano tiene.

Entonces, el Supremo extendió su mano derecha y convocó al viento del sur. Luego, extendió su mano izquierda y moldeó, con ese viento, una figura mientras exclamaba:
—¡Tendrás la visión del águila y la valentía de un león! ¡Serás tan elegante como una gacela y tan fuerte como un tigre! ¡Tu memoria igualará a la de un elefante y tu resistencia, a la de un camello!

Poco a poco, la ráfaga de viento fue tomando forma mientras el Infinito Señor continuaba:
—¡Te daré cascos duros como la roca y tu pelaje será suave como el plumaje del ruiseñor! ¡Serás leal, inteligente y e incansable para el trabajo! ¡Tendrás la belleza de una reina y la majestad de un rey!

Luego, el Creador sopló en el hocico de la figura y le infundió vida.
—Ahora—dijo—, te daré como mi obsequio a los beduinos. Ellos aprenderán a conocerte y cabalgarán sobre tu lomo. Y tú correrás por la Tierra como el viento del cual estás hecho.

Así, cuentan los árabes, fue como su pueblo recibió al caballo,  el regalo preferido de Dios.

Leyenda árabe.
Versión de Graciela Pérez Aguilar
Foto: Caballo árabe, tomada de la página Todo sobre campo 

El telar de los sueños. Cuentos y leyendas del mundo


Las leyendas se van tejiendo en todos los pueblos y en todos los tiempos. Como si fueran sueños que sueña el mundo. Graciela Pérez Aguilar reunió en este libro nueve leyendas originadas en las tradiciones china, ecuatoriana, árabe, guaraní, wayúu, boliviana, irlandesa, panameña y escocesa.

Con una aguja de ensueño, en este telar se tejen las historias del Emperador Amarillo y el tigre del espejo, del origen de las pesadillas, de la telaraña plateada que conquista a las enamoradas, de un salmón de escamas sabias y de un joven-pez encerrado en las aguas de un río.

Graciela Pérez Aguilar
Ilustraciones de Ana Perissé
Ediciones Abran Cancha - Colección Caballo Rayo
14 x 19 cm. / 48 págs. / ISBN 978-987-1865-03-1

domingo, 19 de agosto de 2012

Los tres sabios de Oriente


El rey, cruel y astuto, se paseaba por la sala del trono con el ceño fruncido frente a sus consejeros.
-¡Tienen que encontrar a ese niño de una vez por todas! —exclamó impaciente—. ¡La seguridad de mi reinado está en juego y ustedes no hacen nada!
—Pero Gran Señor…—intentó hablar uno de los consejeros.
—¡Nada! —insistió el soberano—. Encuéntrenlo o serán responsables de la peor matanza que han visto sus inútiles ojos. Hasta sus propios hijos morirán.

Un escalofrío de terror recorrió a los presentes. Por suerte para ellos, el jefe de la guardia entró en la sala e hizo una profunda reverencia,
—Con el permiso de Su Excelencia, han llegado los tres hombres sabios de Oriente que anunciaron ayer su visita.
—Háganlos pasar. Después continuaremos con este tema—gruñó el rey. Y los consejeros se retiraron con un suspiro de alivio momentáneo.

Mientras los cortesanos salían, ingresaron a la sala tres hombres muy diferentes entre sí, aunque todos con el mismo aplomo y dignidad.
—Gran Señor, te presentamos nuestro saludo—dijo el hombre mayor haciendo una ligera reverencia. Era un anciano de largos cabellos y barba blanca que vestía una túnica ocre bordada en oro. Sus dibujos reproducían lunas, estrellas y otros signos desconocidos para el rey, que lo miró con atención.
—Hemos venido de muy lejos, guiados por señales misteriosas—dijo el segundo hombre inclinándose también ante el soberano. Este viajero era el más joven de los tres y sus cabellos eran rubios como el trigo. Su ropa mostraba las señales del viaje, pero aun así estaba lujosamente entretejida con hilos multicolores.
—Buscamos a un niño que acaba de nacer. Hemos sabido que las estrellas le auguran un destino fuera de lo común, y queremos presentarle nuestros respetos y entregarle algunos regalos— agregó el tercer hombre, cuya tez era tan oscura como el ébano. En los hilados de sus ropas relucían los más bellos colores de la naturaleza.
—Pensamos que quizás Su Majestad sepa dónde podemos encontrarlo.

Un repentino destello asomó a los ojos del rey, que sin embargo intentó disimularlo. Acariciando su barba gris, enarcó las cejas y habló con un tono amable.
—Me gustaría mucho tener noticias de ese notable niño que mencionan. Por desgracia no sé nada acerca de él pero mi interés es grande. Es más, si ustedes logran encontrarlo, avísenme inmediatamente y los recompensaré con más riquezas de las que han visto jamás.

Los tres hombres sabios hicieron una cortés reverencia y se retiraron caminando hacia atrás, para no darle la espalda al soberano. Una vez afuera del palacio y mientras arreglaban los arreos de sus cabalgaduras, el sabio mayor murmuró:
—Tendremos que confiar en las estrellas si queremos encontrarlo.

Enseguida, montó en su caballo persa. El hombre de tez oscura hizo arrodillar a su camello para instalarse entre sus jorobas y el menor tocó ligeramente con una vara la trompa de su elefante, que se inclinó para dejarlo subir a su lomo. Luego se encaminaron lentamente hacia la árida ruta que los aguardaba.

La noche los sorprendió en pleno camino y decidieron detenerse un rato para comer algo y dejar descansar a sus cabalgaduras. El hombre joven reunió algunas hierbas secas y, con un gesto rápido de las manos hizo brillar el fuego en medio de la oscuridad. El mayor miró atentamente hacia el cielo y dijo:
—No hay duda. La luz nos indica claramente que éste es el rumbo.
—Preparemos lo necesario —agregó el joven.

Entonces, cada uno buscó en su equipaje y colocaron sobre la arena tres pequeños cofres de oro y ébano. Los abrieron. Estaban vacíos. El hombre mayor dijo unas palabras en lengua desconocida; el hombre de tez oscura cantó una canción extraña; e hombre joven movió sus manos delgadas como dibujando en el aire. Luego algo ocurrió. Después recogieron sus cofres y. cerrándolos cuidadosamente, los volvieron a guardar en las alforjas.

En ese momento, una figura encapuchada emergió de las sombras que rodeaban el improvisado campamento. Los sabios se sorprendieron y el más joven echó mano de un pequeño puñal dorado que guardaba entre sus ropas.
—No se asusten. No soy un ladrón —dijo el recién llegado echando hacia atrás la capucha que le cubría el rostro —. Vengo a advertirles sobre un gran peligro. El rey planea matar al recién nacido.

Dichas estas palabras, volvió a encapucharse, dio media vuelta y desapareció tan repentinamente como había aparecido.

Los sabios se miraron. Estaban acostumbrados a reconocer a los emisarios del misterio y se pusieron inmediatamente en marcha.

Aún no había amanecido cuando llegaron a las afueras de un pueblo. La gente dormía y el silencio era tan profundo que resonaba en sus oídos. Después de consultar atentamente las estrellas, se dirigieron sin vacilar hacia un pequeño establo donde titilaba una luz sorda. Golpearon la puerta con tres toques ligeros y después entraron.
—Que la paz esté con ustedes—dijo el sabio mayor.
—Que también a ustedes los acompañe —respondió algo sorprendido un hombre joven que se disponía a atizar el fuego de una pequeña hoguera.
—Que esté con ustedes —contestó una joven mujer que sostenía a un niño en sus brazos.
—Hemos venido desde muy lejos para presentarle nuestros respetos al recién nacido —dijo el sabio moreno.

Acto seguido, depositaron frente al niño los tres cofres de ébano y los abrieron. En el primero apareció una pequeña montaña de polvo de oro. Del segundo surgió el penetrante aroma de la mirra. En el tercero había un puñado de incienso perfumado.
—Pero también venimos a advertirles sobre el gran peligro que corre —siguió  el sabio joven.
—El rey planea matarlo y deben huir ahora mismo —concluyó el sabio moreno.

Ayudada por los sabios, la joven pareja reunió las pocas pertenencias que tenía, las cargó en su burro y, después de agradecerles, se lanzó con su niño al camino que comenzaba a dibujarse en la primera luz de la mañana.

Los tres sabios de Oriente los miraron irse hasta que se perdieron en un recodo de la ruta.
—Nuestra misión está cumplida —dijo el sabio joven.
—Podemos volver a nuestras tierras —dijo el sabio de tez oscura.
—Y el rey jamás sabrá lo que ha sucedido —concluyó el sabio mayor—. Roguemos al cielo por la suerte de este niño.

Dicho esto, los tres partieron hacia  rumbos diferentes, camino a los sitios que los habían visto nacer.

Leyenda bíblica.
Versión de Graciela Pérez Aguilar
Foto: Estrella fugaz, tomada de Little boss

El primer perro del mundo

Cuentan las abuelas del pueblo kato que, un día, el gran dios Nagaicho quiso crear el mundo. Para eso, llevó con él a un perro.
Primero, el dios formó la Tierra y después puso cuatro inmensas columnas para sostener el cielo. Más tarde, hizo a un hombre y a una mujer con la tierra, que todavía estaba blanda y caliente. El perro movió la cola al ver cómo cobraban vida.
Luego, Nagaicho creó el sol resplandeciente y la luna fría, el océano inmenso y los árboles verdes que se hamacaban en el viento. El perro hizo pis por primera vez en el tronco de un nogal de altas ramas.
A continuación, el dios creó osos y ciervos, coyotes, venados, serpientes y muchos otros animales
— Hace falta agua dulce para todas estas criaturas—le dijo el dios al perro.
Entonces, Nagaicho arrastró sus grandes pies por la tierra y dejó unos surcos enormes. Luego, metió sus dedos inmensos en las rocas. De allí brotaron manantiales que corrieron por los surcos, formando ríos cristalinos.
—Prueba si el agua es pura—le ordenó al perro. Y éste bebió con rápidos lengüetazos. Después, el mismísimo dios disfrutó del líquido transparente.
Más tarde, todos los demás animales y también los seres humanos se acercaron a las orillas para beber y bañarse.
—Tenías razón, el agua es buena—le dijo Nagaicho al perro—. Mira cómo todos la beben.
Luego, el dios apiló piedras para formar lagos artificiales y estanques donde puso peces,  tortugas y anguilas.
Muy pronto crecieron las flores y las frutas en esta tierra nueva que se llenaba de vida.
Una vez terminada su tarea, Nagaicho le dijo al perro:
—Camina conmigo. Veamos cómo ha quedado todo.
Los dos anduvieron por altas montañas  y llanuras donde crecían los tréboles y el pasto verde. A su paso saltaban las langostas y corrían las liebres. Los seres humanos comenzaban a construir sus primeras chozas y los saludaban al verlos.
—Lo hicimos bien—le dijo el dios al perro—. Ya podemos descansar.
Así fue como los dos regresaron a su casa, en el lejano Norte de la Tierra y durmieron con un sueño profundo.
Cuando las abuelas kato terminan de contar esta historia, siempre hay algún nieto que pregunta:
—¿Entonces, Nagaicho creó todo menos el perro?
—Así es—dicen las abuelas—. El perro ya estaba desde antes…


Leyenda del pueblo kato.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.

Foto: Perro corriendo, tomada del sitio 123RF