lunes, 14 de noviembre de 2011

Secreto de confesión


Juan Nepomuceno escucha con paciencia las confesiones de la reina Sofía de Bavaria. Las escucha un día, y otro, y otro, hasta que el rey Wenceslao monta en cólera. ¿Qué oscuros secretos cortesanos caen en los oídos del fraile? ¿Qué vínculo lo une a la soberana?

Pero Juan se niega a revelar las confidencias. Por eso, y por razones políticas, el rey manda que le corten la lengua, entre otras cosas. Y mientras los soldados lo lanzan, malherido, al río Moldava, el confesor ni siquiera es capaz de recordar la infinita catarata de banalidades y naderías que la reina le ha confiado durante años en el estrecho recinto del confesionario.

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Catedral de San Vito, en Praga, donde se encuentran los restos de San Juan Nepomuceno.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Noriko


La recuerdo, quizás, porque ese invierno fue largo, frío y oscuro. O porque yo no tenía trabajo y vagabundeaba más a menudo por aquel barrio de residencia provisoria. O porque me intriga la cultura japonesa. O por alguna otra razón que todavía no entiendo.

Una mañana, la vidriera del local vacío del edificio de enfrente se cubrió de papeles blancos pegados con prolijidad. Otra mañana, apareció pintado sobre el vidrio: “Noriko peinados”. Así de sencillo.

Habrán sido unos quince días después, al atardecer, que me sorprendieron las luces encendidas de “Noriko peinados”. Una veintena de japoneses y japonesas conversaban con calma en lo que, evidentemente, era la inauguración. Un par de ikebanas y varias plantas con moños ponían notas de color en el local inmaculadamente blanco. Intenté suponer cuál de las presentes sería Noriko pero no lo supe ese día sino a la mañana siguiente, cuando la vi atender a tres señoras orientales.

Noriko era menuda y gordita, de cara redonda y cabello corto. No percibí ningún rasgo destacable en ella, excepto la energía y la felicidad que parecía proporcionarle su trabajo.

A la semana, de las tres señoras japonesas quedaba una sola. Y ninguna incorporación nueva de las vecinas del barrio, señoras bien occidentales.

Tal vez sea porque ese invierno fue largo, frío y oscuro, que no tengo una percepción clara del transcurso del tiempo. Pero un día vi a Noriko sentada, sola, en uno de los sillones del fondo del local. Y así la vi al día siguiente, y al otro.

Como me preocupaba la cuestión de mi falta de trabajo y andaba buscando mudarme, me distraje durante cierto tiempo. Cuando me fijé nuevamente en “Noriko peinados”, la vi tiñéndose el cabello de rojo.

Días después, se había agregado algunas extensiones. Y a la semana siguiente, esas extensiones estaban enruladas. Y luego se convirtieron en una pirámide de cucuruchos remontados sobre su cabeza. Que fueron creciendo en una proporción casi delirante con el paso del tiempo. Pero Noriko seguía firme al pie de su local vacío.

Una tarde la vi, hablando sola y convertida en una especie de Gorgona oriental. Y tres días más tarde, el local estaba cerrado y vacío.

Después, conseguí trabajo y me mudé. Pero por alguna razón que todavía no entiendo, han pasado casi veinte años y no consigo olvidarme de ella.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

La otra sirenita


Todo el mundo conoce la historia de la sirenita. La contó, hace muchos años, el escritor Hans Christian Andersen. Pero poca gente recuerda que aquella sirenita tenía una hermana llamada Sawa.

Sawa también sentía una inmensa curiosidad por conocer la tierra de los seres humanos. Cuando las dos llegaron a la edad en que se les permitía salir del mar, ascendieron a la superficie. Pero allí termina el parecido de sus historias.

Como todo el mundo sabe, la sirenita del cuento salvó a un príncipe de morir ahogado, se enamoró de él y trató de convertirse en una mujer como cualquier otra. El príncipe no le correspondió y la historia tuvo un final muy triste. Hay una bella estatua en la costa de Dinamarca que la recuerda para siempre.

Sawa, en cambio, eligió otro camino. Nadó y nadó a través de los fríos mares del Norte, deslumbrada por ese nuevo mundo, hasta encontrar la desembocadura del río que hoy se llama Vistula. Una vez allí, comenzó a remontarlo hasta que llegó a una pequeña aldea de pescadores.

Nada le resultaba más divertido que molestar a esos rudos navegantes y pasó semanas y meses enredándoles las redes, cortándoles los sedales y liberando a los peces. Cada vez que intentaban capturarla, ella cantaba una de sus maravillosas canciones de sirena y los pescadores quedaban embobados, como hechizados por su voz. Y Sawa lograba escaparse para seguir con sus juegos.

Pero sucedió que, un mercader de la región escuchó la historia y decidió atraparla. Alquiló un barco, se tapó los oídos con cera y ¡zas! cuando la sirenita salió a la superficie no pudo embrujarlo con su canto. La pobre Sawa terminó encerrada en una jaula de hierro.

El malvado mercader paseó a su cautiva en un carromato por todas las ferias de la comarca. Los aldeanos pagaban muchas monedas para ver a la asombrosa joven con cola de pez sumergida en un enorme estanque de vidrio, sentada sobre una piedra y atada con unas cadenas. De noche, cuando todos se habían ido, la sirenita mezclaba la sal de sus lágrimas con el agua de la gran pecera. Pero enseguida se restregaba los ojos y pensaba en cómo salir de su prisión, porque amaba la libertad más que nada en este mundo.

Cierto día, pasó frente a su prisión un joven pescador llamado War. Con sólo mirarla, su corazón se conmovió por la suerte de la bella sirena. Esa noche, regresó a la feria con dos compañeros, cortó las cadenas que la aprisionaban y la llevó hasta la orilla del río. Una vez allí, ella cantó su más hermosa canción marina para sus salvadores y volvió a las aguas que eran su hogar.

War quedó hechizado por el canto de la joven, pero supo que solamente podría amarlo si era libre. Y así fue. Sawa se quedó para siempre en las orillas del Vístula y ayudó al pescador y a sus amigos en la dura tarea que realizaban. Les hablaba de las corrientes del río, de los mejores cardúmenes de peces y de los cambios en el viento. Luego de cada jornada, se sentaba en una piedra de la costa y otra vez entonaba melodías del agua y de la tierra.

Dicen que, en nombre del pescador y la sirena, el lugar se llamó desde entonces War-Sawa, o Varsovia. En la plaza antigua de esa ciudad de Polonia hay una estatua que recuerda la historia de Sawa. La muestra con una espada y un escudo porque –cuentan- ella prometió que siempre se quedaría allí para defender al lugar y a sus habitantes.

Leyenda polaca.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Estatua de Sawa en Varsovia, Polonia.

martes, 8 de noviembre de 2011

La sirena del Tuira


—¡No vayas a bañarte a la isla del Tuira que hoy es Viernes Santo! —le habían dicho los amigos a Ramón, el joven pescador.

Ramón y sus amigos conocían la leyenda de la isla. Muchas veces, las abuelas les habían contado la historia del inmenso pez que entrara hacía añares por la desembocadura del río Tuira. Y de cómo llegó gente desde los poblados cercanos para rodearlo con sus canoas. Querían atraparlo para tener comida fresca y trenzaron grandes lazos de cuero. Con esos lazos lo ataron por la cola a un enorme árbol de la costa e intentaron cortarlo en pedazos. Pero el dolor enfureció al monstruoso animal, que empezó a dar saltos y coletazos tan fuertes que arrancó el árbol como si fuera una hoja de hierba.

Con el árbol todavía atado a la cola, el pez nadó hacia el mar, pero se atascó en el cauce del río y allí se quedó para siempre. Pasó el tiempo –decían las abuelas- y sobre su cuerpo creció el musgo. Más tarde se cubrió de plantas, arbustos y hasta arboledas frondosas. Parecía una isla y, desde entonces, todos la llamaron la isla del Encanto. Las aguas del río se arremolinaban a su alrededor y era peligroso nadar en ellas. Y, por alguna razón, la gente empezó a creer que era más peligroso en Viernes Santo.

—¡No vayas a bañarte a la isla del Tuira que hoy es Viernes Santo! —le habían dicho los amigos a Ramón, el joven pescador.

Pero los amigos no sabían que Ramón tenía una razón poderosa para ir allá. Alguien le había hablado de una hermosa mujer, mitad humana y mitad pez, que peinaba sus cabellos con un peine de oro en las costas de la isla. Desde ese momento, el joven sólo soñó con encontrarla. Por eso, a la mañana del viernes se arrojó a las aguas correntosas y nadó con todas sus fuerzas.

Cuando llegó a la isla, se aferró de unos arbustos y puso pie en tierra, completamente agotado. Durante un rato se quedó tendido, tratando de descansar mientras miraba a su alrededor. Pero, cuando intentó incorporarse, las piernas no le respondieron. Algo muy extraño le sucedía. Un sueño pesado comenzó a invadirlo y, mientras se le cerraban los ojos, creyó ver que sus piernas se unían y se cubrían de escamas, hasta parecerse a la cola de un pez. Después se durmió y se hundió en un sueño acuático, lleno de algas y burbujas, entre las que nadaba una hermosísima sirena.

—¡No vayas a bañarte a la isla del Tuira que hoy es Viernes Santo! —le habían dicho los amigos a Ramón, el joven pescador.

Pero Ramón no les hizo caso y jamás regresó. Y, desde entonces, las abuelas cuentan que en algunos días de Cuaresma, y especialmente en Semana Santa, los que navegan cerca de la isla escuchan unas voces misteriosas. Dicen que son las del joven-pez y la mujer-sirena, enamorados para siempre. Pero, claro, nadie se anima a asegurarlo.

Leyenda panameña.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.