jueves, 27 de octubre de 2011

El tigre del espejo (2ª parte)


Este relato es la segunda parte del cuento “El tigre del espejo”, publicado aquí.


Habían pasado siglos desde que el cruel Emperador Amarillo encerrara al tigre blanco y a la gente que vivía del otro lado del espejo. La antiquísima leyenda que contaba estos hechos, hablaba de la ambición del soberano por poseer al hermoso tigre, de la guerra que se desató a raíz de eso y de la manera en que los confinó y los condenó a repetir para siempre nuestros gestos desde los espejos de pared, desde los espejos de mano y hasta desde los pequeñísimos fragmentos de un espejo roto.

Las abuelas les narraban la leyenda a sus nietos y los maestros a sus alumnos, pero nadie creía que fuera más que una manera entretenida de explicar por qué los espejos repetían rostros, gestos y morisquetas. Sólo de vez en cuando, algún niño, luego de lavarse la cara y mirando su imagen se preguntaba si la historia no sería cierta. Pero inmediatamente olvidaba la idea y salía a jugar.

También se habían sucedido, una tras otra, generaciones de Emperadores Amarillos. Algunos crueles, otros autoritarios y otros simplemente indiferentes a la suerte de sus súbditos. Un dato curioso es que la vestimenta imperial había ido cambiando de color. Del amarillo oro a un amarillo claro. Y de allí a un blanco amarillento y a un blanco con una pizca de dorado. Pero los cambios habían sido tan imperceptibles que todo el mundo seguía pensando que era gobernado por un Emperador Amarillo.

Finalmente, a la muerte del Emperador Amarillo Chen, lo sucedió su hijo Huang, con gran preocupación del Primer Ministro y los Consejeros. Huang era un joven pálido y soñador, más aficionado a las historias de los antiguos maestros que a las cuestiones de Estado. Prefería buscar figuras misteriosas en las nubes del atardecer, interpretar los sonidos del agua de la gran fuente del palacio y adivinar la trayectoria de las hojas que caían en otoño.

Sin embargo, la ceremonia de asunción se celebró con todos los rituales del caso. No faltaron decenas de ruiseñores que cantaban encerrados en pequeñas jaulas de plata ni centenares de peces carpa, rojos y blancos, nadando en la fuente, ni miles de flores de loto con pequeñísimas velas encendidas que los sirvientes echaron a flotar en el río hasta convertirlo en una corriente de fuego y nieve.

En el momento culminante, y mientras Huang aguardaba sentado en el trono imperial, el Primer Ministro, seguido por los Consejeros, se acercó llevando la capa y la cuádruple corona de seda finísima. Mientras lo revestían con los atributos de su cargo, el joven notó con sorpresa que eran más blancos que la nieve de la cima las montañas más lejanas. Es más, eran de un cegador tinte plateado como los espejos cuando los ilumina el sol. Pero nadie más pareció advertirlo y todos juraron lealtad al Emperador Amarillo.

A poco de iniciado su mandato, los dignatarios empezaron a murmurar. Que el Emperador no era suficientemente duro con los impuestos. Que descuidaba las guerras de expansión. Que no distribuía la riqueza de la manera acostumbrada. Sólo hizo falta una discreta insinuación del Primer Ministro para que los Consejeros empezaran a imaginar las maneras más sutiles de librarse de él.

Aunque parecía algo ausente y mantenía su aire soñador, Huang había visto y escuchado todo esto en las formas de las nubes y en los murmullos del viento. Pero estaba solo entre la multitud de servidores y funcionarios. Necesitaba encontrar el modo de salvar su vida y recurrió a lo que más conocía: las historias de los antiguos maestros. Mientras buscaba la respuesta, evitó como pudo las posibles trampas. Dormía de a ratos, con un sueño muy ligero, bebía el agua que la lluvia dejaba en el alféizar de su ventana y se alimentaba frugalmente con la comida destinada a los pájaros, conejos y otros animales del jardín del palacio, a espaldas de sus servidores.

Claro que no podía soportar demasiado tiempo esa vida y se dedicó con desesperación a leer historias en decenas de manuscritos bellamente dibujados que se hacía traer de la biblioteca. Así pasó tardes y noches enteras, en el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones imperiales. Pero se sentía cada vez más débil y cansado.

Una madrugada, el sueño lo hizo cabecear y, al incorporarse bruscamente, derribó una pila de papeles que estaban sobre la mesa. Inmediatamente después, escuchó un ruido de vidrios rotos. Al caer, los papeles habían arrojado al suelo un espejito de nácar y carey. Huang supo que eso era una respuesta y recordó la antigua leyenda del tigre y de la gente encerrada en los espejos por el Emperador Amarillo. Pero, ¿en qué podía ayudarlo esa historia? Decía que el cruel Emperador había confinado a sus enemigos del otro lado bañándolos en azogue, la sustancia plateada que transforma un vulgar vidrio en esa magia que repite las imágenes. El sol, que ya se levantaba, lo encontró de pie frente al gran espejo que colgaba de la pared de su recámara, contemplando la figura de un joven agotado, pálido como la nieve y vestido con una blanquísima túnica imperial. Entonces, con la claridad del relámpago, comprendió todo. Por alguna razón misteriosa, él pertenecía a ese otro mundo, que no era un simple cuento para entretener a los niños. Había llegado la hora de romper el hechizo. Con absoluta certeza, arrojó un taburete de ébano contra el espejo y, a medida que los fragmentos de vidrio caían al suelo, vio cómo se desplegaba ante sus ojos un mundo plateado y abismal. Vio murallas que rodeaban una inmensa plaza iluminada por la luna. Allí, cientos de hombres y mujeres tan pálidos como él aclamaban a su Emperador. Al frente de ellos, temible y majestuoso, estaba el tigre del espejo que, de un salto gigantesco, lo atravesó.

***

Huang, ahora soberano de los dos mundos, empleó toda su sabiduría para que sus habitantes aprendieran a convivir sin entablar otra guerra. Al principio hubo desconfianza, recelo, miedo. El Primer Ministro y los Consejeros huyeron aterrorizados más allá de los confines del imperio. También se fueron quienes no podían soportar que los espejos ya nos les devolvieran la copia fiel de sus gestos y morisquetas. Quienes se quedaron, tuvieron una larga vida de justicia y paz. Y no les importó la desaparición de los espejos porque ya conocían sus verdaderos rostros.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.

martes, 25 de octubre de 2011

Los piratas Blanco y Negro


Hace muchísimos años, el pirata Negro navegaba por los mares. Su bandera era negra, su barco era negro, sus velas eran negras. Su sombrero y sus botas también eran negros. El pirata Negro solamente pirateaba y robaba barcos que llevaran cosas de color negro. Carbón negro, perlas negras, muebles hechos de ébano (que es una madera negra), pimienta negra y cualquier otra cosa que fuera tan negrísima como su nombre.
El pirata siempre atacaba en las noches sin luna que, como todo el mundo sabe, son las más negras. Pero una mañana lo despertó el grito de un marinero.
—¡Capitán Negro, barco a la vista!

El pirata se puso unos anteojos negros y salió del camarote (que es como se llaman los dormitorios de los barcos). Tomó su largavistas y vio ¡oh, sorpresa! un barco blanquísimo en el horizonte.
—Debe ser el barco del pirata Blanco —le dijo el marinero.

Y así era. Al contrario del pirata Negro, el pirata Blanco tenía una bandera blanca y un barco blanco con velas blancas. Su sombrero y sus botas eran blancas y solamente pirateaba y robaba barcos que llevaran cosas de color blanco. Azúcar blanca, harina blanca, perlas blancas, pimienta blanca y cualquier otra cosa que fuera tan blanquísima como su nombre. Además, el pirata Blanco siempre atacaba al amanecer que, como todo el mundo sabe, es la hora más blanca.

Lo cierto es que los dos piratas, el Negro y el Blanco, se encontraron en medio del mar. Como ninguno quería robarle nada al otro, decidieron tomar un café (negro) cortado con leche (blanca). Mientras tomaban café con leche, el pirata Negro dijo:
—Estoy harto de piratear cosas negras.
—Yo también estoy cansado de robar cosas blancas —respondió el pirata Blanco.

Y, por esas casualidades que solamente pasan en las historias de piratas, el marinero gritó:
—¡Capitanes Negro y Blanco, barco a la vista!

Los dos piratas se pelearon por tomar el largavistas y vieron, con mucha sorpresa, que se acercaba otro barco. Su bandera era verde, roja, amarilla y azul. Los costados del barco estaban pintados de violeta y naranja. En la proa (que es la parte de delante de los barcos) estaba el pirata Arcoiris con su sombrero verde y sus botas rojas.
—Muy buenos días, mis amigos —dijo el capitán Arcoiris cuando desembarcó en la nave donde estaban sus compañeros piratas—. ¡Hermoso día! El mar está verde como las hojas de primavera y el sol brilla como una naranja madura.
—¿Qué verde? —dijo el pirata Negro.
—¿Qué naranja? —dijo el pirata Blanco.
—¿No pueden ver los colores? —se asombró el pirata Arcoiris—. La vida no es en blanco y negro. Miren el verde del mar, el naranja del sol, el azul del cielo, el rojo de mi planta de malvón.
—Yo solamente veo el color negro —dijo el pirata Negro.
—Yo solamente veo el color blanco —dijo el pirata Blanco.
—Creo que tengo la solución para sus problemas —dijo el pirata Arcoiris. Y sacó del fondo de su bolsillo dos pares de anteojos muy especiales que había fabricado un experto sabio chino—. Usenlos y verán colores que ni se imaginan.

Cuando el pirata Negro se puso uno de los anteojos gritó:
—¡Me encanta ese sol naranja! Quiero piratearlo y llevármelo a mi barco.

Cuando el pirata Blanco se puso el otro par de anteojos gritó:
—¡Me encanta ese mar verde! Quiero robármelo.

Mientras tanto, el pirata Arcoiris se reía.
—El sol es de todos y nadie puede robarlo. El mar es demasiado grande para piratearlo.
—¿Y te puedo piratear esta planta tan roja y bonita? —preguntó el pirata Negro señalando el malvón.
—No hace falta —contestó el pirata Arcoiris—. Yo te doy un gajo para que lo plantes y tendrás todos los malvones que quieras.

Además del blanco y del negro, gracias a sus nuevos anteojos, los feroces piratas aprendieron a descubrir todos los colores. El pirata Negro se dedicó a cultivar malvones y el pirata Blanco navegó muchos años mirando el verde del mar y el azul del cielo. Y, desde entonces, todos llevaron la misma bandera multicolor.

Cuento de Graciela Pérez Aguilar.

sábado, 22 de octubre de 2011

El dragón de Cracovia


Cuentan los habitantes de Cracovia que, en tiempos muy antiguos, un feroz dragón vivía en las entrañas de la colina Wawel, a orillas del río Vístula. De noche, los aterrados campesinos se desvelaban con los rugidos que salían de su cueva. Y de día se turnaban en los campos para vigilar sus apariciones.

Pero todas las precauciones eran inútiles. De pronto, alguien escuchaba un aletear frenético y sentía el calor maloliente de un chorro de fuego. Y adiós ovejas, adiós vacas lecheras. O, lo que es muchísimo peor, un miembro de la familia desaparecía para siempre triturado por las fauces del depredador.

El rey Krak había enviado a sus mejores caballeros para matarlo pero ninguno lo había conseguido. Las espadas se doblaban como hojas de hierba antes de atravesar sus escamas. Las armaduras se deshacían como papel bajo sus dientes. Ni las lanzas ni las flechas, ni las teas encendidas ni las mazas de hierro le hacían el menor daño.

Desesperado, el soberano decidió ofrecer la mano de su hija a aquel que liberara al reino de la terrible amenaza. Pero ningún noble, comerciante, artesano o campesino se animó a aceptar la propuesta. O, mejor dicho, ninguno menos uno.

Skuba Dratewka era un humilde aprendiz de zapatero que todos los días se ocupaba de las tareas más modestas en el taller de su patrón. Remojaba cueros, enderezaba clavos y hablaba muy poco pero tenía dos buenas cualidades: coraje e imaginación. Sin decirle nada a nadie, consiguió un cuero de oveja y una buena cantidad de azufre. Con paciencia, rellenó el cuero con el azufre y lo cosió de tal manera que parecía realmente un animal en pie. Después, escondió la supuesta oveja al costado de un campo donde pacían muchas vacas. Skuba pensó que el dragón se tentaría y no se equivocó.

Una mañana, el pueblo volvió a temblar con los rugidos y los aleteos que conocían tan bien. El pequeño aprendiz soltó el martillo y los clavos, y voló como el viento hasta el campo donde el dragón se posaba como una nube negra. Ante la mirada de los espantados campesinos, sacó la oveja de su escondite y la arrojó a la boca del monstruo, que la atrapó en el aire y se la tragó en un instante.

Entonces -cuentan los habitantes de Cracovia- el azufre surtió efecto y le dio al dragón una sed tan espantosa que se arrojó al río Vístula. Allí tomó agua, agua y más agua. Tanta agua tomó que, al final, estalló en mil pedazos. Y así, Skuba Dratewka libró a la ciudad de su pesadilla.

Cuentan también que el rey Krak cumplió su promesa y casó a su hija con el aprendiz de zapatero que, a la muerte del soberano, gobernó con coraje e imaginación los destinos del pueblo.

Leyenda polaca.
Versión de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Estatua del dragón de Cracovia, Polonia, tomada de la página Polish your Polish

viernes, 21 de octubre de 2011

La adivina de Praga


En su minúscula casita del Callejón del Oro, en Praga, la vidente Madame de Thébes consulta a su lechuza. Ella le dice que Hitler será derrotado.

La adivina sale corriendo a contarles la buena nueva a sus vecinos y por eso no escucha las últimas palabras del ave:
—Y por difundir esta noticia, la Gestapo te asesinará.

Microcuento de Graciela Pérez Aguilar.
Foto: Frente de la casita de Madame de Thébes en el Callejón del Oro, Praga.